Viernes 4º del TO
Hb 13, 1-8; Mc 6, 14-29
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos presenta la muerte de un profeta, y
como dirá Cristo, más que un profeta, y
si queréis aceptarlo, él era Elías. Es notorio el paralelismo entre la figura
de Elías y la de Juan el Bautista. Ambos vivieron bajo reyes inicuos con
mujeres perversas que los odiaron y persiguieron; ambos purificaron la religión
del pueblo y ellos mismos se retiraron al desierto, como lugar de encuentro con
el Señor.
Cristo había dicho que “no
cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén”, y así, en Juan el bautista,
fue coronado Elías con una muerte digna de tan gran profeta, dando su vida por
su fidelidad al Señor. Juan bautizó a Cristo y recibió por él el bautismo de
sangre. Reconoció a Cristo y se humilló ante él, testificándolo ante sus
discípulos. El amigo del esposo, le presentaba a la novia.
Juan, el más grande entre los nacidos de mujer, recibió el
Espíritu desde el seno materno, lo vio posarse sobre Cristo y quedarse sobre
él, y anunció su efusión sobre el pueblo, pero tuvo que esperar su resurrección,
para que se abrieran ante él las puertas del Reino y alcanzar con Abrahán,
Isaac, Jacob y todos los justos, el Paraíso.
Hijo de Zacarías, “recuerdo del Señor” y de Isabel,
“descanso”, nace Juan: “Dios es favorable”; ese será su nombre, llamado a
encarnar el kairós por excelencia de la historia. Nace entre el gozo y la
maravilla de sus paisanos y muere en la alegría de haber podido escuchar la voz
del esposo que viene a tomar posesión de la novia. Anunció a todos el Reino,
pero quienes rechazaron su bautismo: fariseos y legistas, frustraron el plan de
Dios sobre ellos (Lc 7, 30).
Brilló un instante como el relámpago en la noche y su luz
se eclipsó ante el Sol de justicia que
lleva la salud en sus rayos. Clamó en el desierto, pero el eco de su voz,
se desvaneció ante la Palabra.
Nosotros que nos gozamos en su nacimiento, nos
congratulamos hoy con toda la Iglesia en su martirio y somos edificados por su
humildad y fortalecidos con su consagración total a Dios, su sumisión, y su
parresía para llamar a conversión.
Ahora viene a unirse a nosotros, gratuitamente invitados al
banquete del Reino que él anunció y en el que nos ha precedido con Abrahán,
Isaac y Jacob, los ángeles y los santos para gloria de Dios.
Bendigamos a Dios en la Eucaristía y pidámosle la misma sumisión a su voluntad que tuvo su precursor.
Que así sea.
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