Salmo 131

SALMO 131
(130)

Con espíritu de infancia


Oh, Señor,
mi corazón ya no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas,
que superan mi capacidad;
aquietada y acallada  está mi alma,
como un niño en brazos de su madre.
(Como un niño amamantado está mi espíritu,
como un niño dentro de mí.)
¡Espere Israel en el Señor:
ahora y siempre!


          Sería impensable que con esta breve invocación, el salmista pretendiera ufanarse ante el Señor de sus cualidades de quietud, abandono y mansedumbre, al estilo de aquel fariseo de la parábola, como si fueran ignoradas por quien ha sido su auxilio y su liberador en la consecución de las mismas. Podemos, por tanto, intuir que, tras esta, llamémosla breve oración, el salmista, como vemos en el último versículo, reconoce y agradece la obra realizada en él por el Señor, que le ha sacado de una actitud ante la vida, ambiciosa, y soberbia. Ahora, pues, se abre veladamente a sus hermanos, la entera comunidad de Israel, inmersos aún, como el común de los mortales en las angustiosas situaciones del que se debate con la soberbia de la vida y las pretenciosas exigencias de los ídolos, exhortándolos a hacerse pequeños, e intercediendo por ellos ante el Padre de las misericordias: “Hermanos, el Señor que ha tenido piedad de mí, abra sus brazos y os rodee con su ternura, atrayéndoos a él con todo vuestro corazón.”

Habiendo finalizado un primer combate, exhibe los trofeos obtenidos ante sus hermanos para instarlos a combatir y ser ellos mismos colmados: Humildad, sencillez y alabanza serán sus aliados en el combate de la vida y al cabo, sus consuelos. Se trata ciertamente de una catarsis de la que el Señor con su llamada, anuncia ya el fruto, que el salmista proclama remitiéndolo a la gratuidad bondadosa del Señor.

Nos parece escuchar en este salmo un eco profético, inspirado por el Espíritu al salmista, que resonará con fuerza en las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. (Mt 11, 28-30). «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3).

          Así, el pueblo y el discípulo, aprenden del Espíritu de Cristo a vivir sin inquietud ni ambición en el abandono filial, y a: “Caminar humildemente con su Dios en la lealtad y el derecho, que es lo que quiere de ellos el Señor” (cf. Mi 6,8). Había dicho Isaías: «Por la conversión y calma seréis liberados; en el sosiego y seguridad estará vuestra fuerza.» (Is 30, 15). Sin pretender alcanzar cuanto me supera, como canta el salmo (139, 6). En esta actitud ha buscado siempre el Señor a su pueblo, como canta Oseas: “Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor; yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer (Os 11, 4). En brazos seréis llevados, y sobre las rodillas seréis acariciados.  Como aquel a quien su madre consuela, así os consolaré yo (Is 66, 12-13). Así dice el Señor Yahvé, el Santo de Israel.

Tomar sobre sí, otro yugo que el de Cristo, no conduce más que a la fatiga inútil de quien en el vivir cotidiano pretende asumir el papel de dios de su existencia. Concede, pues, Señor, a tu pueblo este don que has tenido a bien concederme gratuitamente después de tanta vanidad de vida; de tantas angustias desasosiegos, pretensiones y fatigas de mi alma insatisfecha por los ídolos, y saciada ahora por tu gracia, yo que me alzaba, mientras tú te abajabas hasta mí, lleno de mansedumbre y de misericordia.
                                                          

                                                                     www.jesusbayarri.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario