SALMO 133
(132)
La unión fraterna
¡Ved que paz y que alegría
Convivir los hermanos unidos!
Es ungüento precioso
en la cabeza,
que va bajando por la barba,
que baja por la barba de Aarón,
hasta la franja de su ornamento.
Es rocío del Hermón, que va bajando
sobre el monte Sión;
porque allí manda el Señor la bendición,
la vida para siempre.
Este salmo parece provenir de un poema original
profano referido al clan familiar, unido no sólo por la carne y la sangre, sino
además por una conjunción de intereses, quizá de origen hereditario, tan
propensos de por sí a toda clase de conflictos y desavenencias, ante los cuales
es importante exaltar la fraternidad como proveedora de alegría, paz y armonía.
El poema habría sido adaptado posteriormente elevándolo a una significación
espiritual de valores, propios de una comunidad reunida para el culto, por una
fe y una esperanza comunes que proveen de una armonía, una alegría y una paz, que
no surgen espontáneamente ni con demasiada frecuencia de los solos lazos
humanos de la amistad o la familia, que más bien son, lamentablemente, motivo
de celos, envidias, y discordias, a veces perdurables por generaciones.
Esa paz y esa alegría
que canta el salmo, representan, más bien, una aspiración profunda y espiritual
que debe brotar de la unción sagrada, que procedente de un mismo espíritu y en
definitiva de Dios, se expresa en un mismo culto, a la vez agradecido y esperanzado,
y que con mediación sacerdotal, alcanza a la comunidad. Estos frutos de la
fraternidad, son simbolizados en el salmo, en los aromas con los que se unge el
que se ha purificado con un baño regenerador después del arduo trabajo bajo un
ardiente sol, y por el rocío del cielo que humedece los sequedales del alma dándoles
fecundidad.
La
caridad y la armonía fraternas y desinteresadas con las que se unge la cabeza, se
difunden descendiendo al resto de los miembros del cuerpo, como el aroma tonificante
y vital, con el que Dios bendice la armonía del amor entre los hermanos, con
una vida que se prolonga y que el Evangelio denomina eterna, remitiéndonos al
precepto cristiano: “Este es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Escoge la vida, para que
vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios, escuchando su voz,
viviendo unido a él; pues en ello está tu vida, así como la prolongación de tus
días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a tus padres Abrahán,
Isaac y Jacob (Dt 30, 20).
En una lectura
espiritual, alegórica, y cristiana, del salmo, podemos decir que: La caridad de
Cristo, nuestra cabeza, a través de su sacerdocio en favor del mundo, desciende
a todo el cuerpo dándole con su santidad, vida eterna. En una lectura actual del
salmo en la situación en que nos encontramos, donde las comunidades esenciales
eclesial y familiar son amenazadas de muerte, es perentorio defenderlas del
ataque furibundo del antiguo y malvado enemigo, que escalando los cielos del
corazón humano y asentado impíamente en el solio de la ley y la naturaleza,
pretende imponer su dictadura. Nunca como ahora, es tan manifiesta la
oportunidad y la excelencia de cantar las bondades de la comunión fraterna, con
la esperanza de evitar que también la gran comunidad eclesial sea dañada
gravemente.
Ciertamente nos
encontramos ante el kairós para una iniciación cristiana de comunidades como la
Sagrada Familia de Nazaret, que vivan su fe en humildad, sencillez y alabanza,
siendo Cristo el artífice de su amor y su unidad, como signo ante un mundo
secularizado y descreído. Si en un tiempo fueron las congregaciones de innumerables
monasterios de “hermanos o hermanas”, que separadamente, visibilizaron la
comunión fraterna y transformaron el mundo, ahora, como en un retorno a la
“domus ecclesiae” de aquella Iglesia naciente, es necesario recuperar familia y
comunidad, como gracia actual y providencial que salve esta generación.
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