Domingo 19 A
(1R 19, 9.
11-13; Rm 9, 1-5; Mt 14, 22-33)
Queridos hermanos:
Hoy la palabra nos presenta el encuentro personal con Dios de
Elías y de los apóstoles, en el que debe cimentarse su fe. Este encuentro
frecuentemente se realiza en medio de acontecimientos que nos superan y que nos
empujan a apoyarnos en Dios, ya que no podemos solucionarlos por nuestras
fuerzas ni comprenderlos con nuestra razón. Sea en su señorío sobre la tormenta
y el mar de la muerte o en medio de una brisa suave, la vida nos viene del
encuentro con Dios, el Yo, ante el que el universo se inclina y ante quien debe
doblarse toda rodilla en el cielo y en la tierra. Es el Señor en su amorosa
gratuidad quien nos empuja a estas situaciones que nosotros jamás hubiéramos
proyectado vivir. Cristo mismo, debe someterse al abandono del Padre, para
inclinar ante él su cabeza en la cruz y entregarle su espíritu.
Los
discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está
cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y
para calmar la violencia del mal, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo
el poder de la muerte. Buscar al Señor en medio de la noche y de las
adversidades de la vida y avivar la conciencia de su presencia, es una
experiencia necesaria para el discípulo fiel.
El
Señor, no solamente provee en medio de las olas, el viento y la tormenta, sino
que es el Señor quien permite toda persecución para fortalecer y purificar a
sus discípulos. Elías es empujado al desierto para su encuentro con el Señor; fue
el Señor quien endureció el corazón del faraón para manifestar su gloria en
Egipto; fue el Señor quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”.
¡Ánimo, que soy yo, no temáis! Esta travesía es figura de la vida cristiana.
Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder
llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al
Evangelio de san Mateo[1].
Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre
de Cristo, confiando en su ayuda.
La
fe es necesaria para responder a cuantos acontecimientos nos superan y vienen
en contra nuestra: “¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué has dudado? Con esta fe,
los discípulos invocarán al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de
la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor! ¿Hay
acaso algún acontecimiento que escape a la voluntad amorosa de Dios? Como dirá
san Pablo, para los que aman a Dios todo concurre para su bien. Después de esta
experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: ¿Quién es este?, ni se
atemorizarán ante la presencia de Cristo. Se postrarán ante él.
Con la fe somos injertados en el pueblo de Dios, en su
Alianza y se nos hace partícipes de sus promesas.
La Eucaristía viene a nosotros como “misterio de nuestra
fe”, y nos introduce en la Alianza sellada por la sangre de Cristo y aceptada
por nuestro ¡Amén!
Proclamemos juntos nuestra fe.
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