La Ascensión del Señor B

Ascensión del Señor B

(Hch 1, 1-11; Ef 1,17-27; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          La Ascensión del Señor se celebró hasta el siglo IV unida a Pentecostés, festividad en la que por la tarde, los fieles de Jerusalén acudían al Monte de los Olivos, donde se proclamaban los textos de la Ascensión. Después comenzó a celebrarse separadamente, 40 días después de Pascua.

          Esta fiesta está en función nuestra, para avivar en nosotros la esperanza de la promesa de nuestra exaltación a la comunión celeste con Dios. El que “bajó” por nosotros, “asciende” con nosotros a la gloria: “suba con él nuestro corazón”. Las figuras de Enoc y Elías, encendieron nuestro deseo de plenitud, que Cristo ha colmado con su regreso al seno del Padre.

          Ascender o descender, subir o bajar, sentarse o estar en pie, no son, sino expresiones comprensibles para nosotros, de una realidad, que supera nuestras categorías humanas; podríamos hablar también de exaltar o de glorificar, para expresar el paso del Señor, de nuestra dimensión terrena a la celeste. En Cristo hablamos de Ascensión, lo que en la Virgen María denominamos Asunción.

          Terminada su obra de salvación, Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, “asciende” al cielo y se “sienta” “a la derecha” del Padre. Su encarnación ha hecho posible su entrega, que ahora se hace presencia interior, y no externa; ya no estará entre nosotros, sino en nosotros a través de su Espíritu, y en el seno del Padre.

          Cristo está junto al Padre presentándole nuestra humanidad redimida y glorificada para interceder por nosotros, y está dentro de nosotros intercediendo por el mundo. La fuerza que mueve a los discípulos ya no es la del ejemplo, sino la del amor que ha sido derramado en su corazón por el Espíritu.

          Un hombre entra en el cielo, y como dice san Pablo: En Cristo se nos da a conocer la riqueza de la gloria otorgada por Dios en herencia a los santos: “a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos, por el grande amor con que nos amó, nos vivificó, nos resucitó, y nos hizo sentar en él, en los cielos, para mostrar la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros.”

          No es sólo nuestra carne la que entra en el cielo, sino nuestra cabeza, a la que debe seguir todo el Cuerpo de Cristo, del que nosotros somos miembros. Esta, es pues, nuestra esperanza: seguir unidos a él para siempre en la gloria. Por eso debemos siempre “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo”, nuestra cabeza, en espera de su venida, sin que nada ni nadie nos desvíe de nuestra meta.

          Cuando vino a nosotros no dejó al Padre, y ahora que vuelve a él, no nos abandona, enviándonos su Espíritu, que de simples creaturas nos hace hijos.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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