Lunes 7º de Pascua
(Hch 19, 1-8; Jn 16, 29-33)
Queridos hermanos:
Se acerca el momento en que los discípulos tienen que enfrentarse con la cruz de Cristo, y sólo la fe puede sostenerlos ante la prueba que los va a dispersar cuando llegue la tribulación. Jesús les previene y les anima a apoyarse en él, victorioso ante el mundo y unido al Padre. Este combate les adiestra para aquel que todo hombre debe enfrentar ante el sufrimiento y ante la propia cruz, que lo relativiza todo.
Para vencer la muerte hay que
enfrentarla, pero debido a la experiencia de muerte consecuencia del pecado, el
hombre está sometido a su poder, sin solución, ni respuesta ante ella,
condenado a rehuirla, hasta ser devorado irremisiblemente por ella. Sólo Cristo,
vencedor del pecado y de la muerte, puede entrar en ella para destruirla
definitivamente.
“Os he dicho esto, para que tengáis paz
en mí, mientras que en el mundo tendréis tribulaciones”. La paz que busca el mundo, es una
huida impotente de la muerte y del sufrimiento y no una victoria, y por tanto,
una ilusión pasajera que se desvanece antes o después: “¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora en que os dispersaréis y me
dejaréis solo”. Los discípulos, apoyados en Cristo, van a enfrentar la
muerte y gustar la victoria sobre ella, de la que van a ser testigos ante el
mundo.
Los discípulos, han creído, pero su fe
debe ser completada, purificada y cimentada sobre la roca de la cruz, iluminada
por la resurrección, y sobre todo, fortalecida por el Espíritu, antes de ser
probada. Su permanencia en el mundo y en la tribulación necesitará de su
adhesión a Cristo para tener paz en él. Dice la profecía de Zacarías: “Meteré
en el fuego este tercio (resto): lo purgaré como se purga la plata, lo
refinaré como se refina el oro.” Si nos resistimos a entrar en
la muerte desconfiando del Señor, jamás experimentaremos la victoria de la que
el Señor quiere hacernos testigos. Dice san Pablo: “Sufro, lo que falta en
mi carne a la pasión de Cristo,” porque en su carne, como
en la nuestra, debe realizarse la Pascua de Cristo, a la que nos une nuestro
bautismo. En la carne de todo cristiano debe completarse místicamente la
pasión con Cristo, ya que: “si morimos con él, viviremos también con él.
Todo
pastor debe conducir su propia oveja y su rebaño por un camino conocido por él.
Por eso fue perfeccionado Cristo en el sufrimiento, pues debía llevarnos a la
salvación, como dice la Carta a los Hebreos, y enviarnos el Espíritu
para fortalecernos en la misión.
Nuestra adhesión a Cristo se afianza a
través de la Eucaristía, por su gracia y mediante nuestro amén, y nuestra
obediencia a Cristo en la historia, que hace más profunda nuestra unión con él.
Por eso el Concilio la llama, de hecho: “fuente y culmen” de la vida en Cristo.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario