Jueves 6º de Pascua
(Hch 18, 1-8; Jn 16, 16-20)
Queridos hermanos:
El Señor previene una vez más a los discípulos, de su partida al Padre, por lo que su cruz tendrá de escándalo, de fracaso y de angustia, para que se den cuenta de que todo estaba previsto en los amorosos designios divinos y no se dejen arrastrar por el dolor, a la desesperanza, ni decaiga su fe ante la oscuridad de lo que aparece a nuestra razón como inaceptable, y más aún, como irreparable y sin solución. ¿Acaso hay solución para una muerte ignominiosa o puede haber algo que la provea de sentido para seguir creyendo? El Señor les anuncia llanto, lamento y tristeza, agudizados por el escarnio de los adversarios, y con la misma firmeza les promete el gozo ante la acción de Dios que seguirá. Por una breve ausencia y aflicción, recibirán consolación y posesión eternas.
Si el dar a luz una nueva vida debe
pasar por el aprieto del dolor, como preludio de gozos y esperanzas que se
abren al caudal inagotable de la existencia, cuánto más el alumbramiento de una
nueva creación, y un cosmos imperecedero, tendrá que sumergir en la vorágine del
torrente del sacrificio voluntario a quien la va a engendrar.
El lapso de la crisis es minimizado por Cristo, como “un poco”, como lo es también esta vida que da paso a lo “mucho” y definitivo de la vida eterna. Ciertamente serán tres días en el torrente del sufrimiento y la tristeza, pero conducirán al gozo de los gozos “del torrente de tus delicias” que no podrá ser suprimido jamás; como dice san Pablo:“los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”
Hay un sufrimiento en la inmolación libre
y obediente, que hunde sus raíces en el amor y que tiene plenitud de sentido,
porque es fecundo. Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del
Reino, y después los apóstoles, primicias de los discípulos, atravesarán el
valle del llanto y serán sumergidos con él, en el torrente del que debe beber
el Mesías, para levantar con él la cabeza, en el gozo eterno de la resurrección.
Lo que aparecerá como absurdo, estará
cargado de sentido; lo yermo, pletórico de vida. Esa es la confianza de la fe,
la fortaleza de la esperanza, y la generosidad de la caridad. Esos son los
renglones torcidos de Dios para nuestra visión distorsionada; la distancia
entre los caminos de Dios y nuestras veredas, pues: “Cuanto aventajan los
cielos a la tierra, así mis caminos a los vuestros”, dice el Señor.
La pascua de Cristo hace dar un salto
de cualidad a nuestras pobres expectativas de vida, sumergiéndolas en el
torrente del amor divino mediante la oblación de la propia existencia a su
voluntad. Sólo con la fe es posible superar la crisis, cuando los
acontecimientos superan nuestra capacidad de comprensión y de respuesta. Dios
está presente y controla la historia; ni una hoja cae del árbol sin su permiso;
no estamos a merced del sino, ni el “Misterio de la Iniquidad” actúa más allá
de los límites que le fija la providencia divina. “Para los que aman a Dios,
todo contribuye al bien.” ¡Vengo pronto!, dice el Señor.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario