La
oración
Podemos
considerar la oración cristiana como un estado de relación de amistad con
Dios, que nace de la presencia del amor que el Espíritu Santo derrama en el
corazón humano por la fe en Jesucristo, habiendo recibido el don de la
conversión, por la acogida de la predicación del Kerigma. Orar es por tanto
un permanecer perseverantes manteniéndonos en la gratuidad del amor de Dios,
que cubre constantemente a todas sus criaturas, de forma que vivamos en la
consciencia de su presencia íntima y amorosa cada instante de nuestra
existencia. La oración es por tanto algo consustancial, constitutivo y esencial
de la vida cristiana, de la vida divina en nosotros y, no una añadidura, una
tarea a realizar o un compromiso en el que empeñar nuestra mente y nuestra
voluntad.
Como dice Ladislao
Boros: La
base de toda oración concreta es la presencia del Espíritu
Santo en el alma humana, que
realiza la comunión con Dios. De ahí que la oración es algo esencial al ser cristiano.[1] A eso se refiere el Evangelio cuando
enseña a orar siempre y sin desfallecer (cf.
Lc 18,1), y que san Pablo traduce en:
orad constantemente (1Ts 5, 17).
El
Evangelio continúa invitándonos a entrar en el aposento de nuestro corazón, y cerrando
la puerta, en una relación íntima, ininterrumpida, orar a nuestro Padre que
está allí en lo secreto y recibir todo cuanto somos, poseemos y esperamos de él
(cf. Mt 6, 5-6). Como dijo santo Tomás de Aquino, que:
“Dios es venerado mediante el silencio. No
porque no tengamos nada que saber o decir sobre él, sino
porque sabemos que somos impotentes para comprenderlo»
(Tomás
de Aquino, De Trinitate 2,
1 ad 6).
Así pues, la oración no requiere del
mucho hablar (cf. Mt 6, 7-8), dejando que sea el amor, el corazón, quien hable y
presente a Dios nuestros deseos, intercesiones y peticiones, pero sobre todo
nuestro agradecimiento, nuestro reconocimiento, nuestra alabanza, nuestra
bendición, y nuestra exultación gozosa por su santidad, piedad, misericordia,
bondad y amor.
También Dios, que es amor, habla poco y
calla mucho, aunque en realidad habla constantemente y su voz puede escucharse en
la oración. Dios calla, pero escucha siempre los latidos de nuestro amor, y
actúa en consecuencia ponderando multitud de implicaciones que a nosotros nos sobrepasan,
ordenándolas al bien de todos y dándoles prioridad a unas sobre otras según su
amoroso discernimiento y sabiduría. La oración sintoniza nuestro pequeño
discernimiento con el discernimiento inmenso de Dios, y la humildad aglutina en
nuestro corazón la gratitud, la paciencia, la esperanza, la fe, el amor y las demás
virtudes gobernadas por la prudencia.
Dios ha querido mostrar su amor y su misericordia
a través de la oración. Por ella se eleva nuestro corazón a Dios para
bendecirle por su santidad, agradecerle sus dones, suplicarle sus mercedes para
nosotros y para el mundo entero, y su ayuda en el combate contra el maligno.
Desde la oración de Abraham con sus
seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a
la perfección del amor, que en Cristo, que intercede por la muchedumbre de los
pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino
que recorrer en la fe que hace perfecta la oración. A tanta misericordia no
alcanzaron todavía la fe y la oración de Abraham para dar a Dios la gloria que
le era debida, con la que Cristo glorificó su Nombre, y con la que el Padre fue
complacido por el Hijo. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción,
mientras nosotros hemos sido salvados por la gracia de la intercesión de Cristo.
La oración nace de la experiencia de la bondad
de Dios y de su amor por todo lo que ha creado, y de forma especial por
nosotros, a quienes ha abierto los ojos de nuestro corazón para conocerle,
amarle y servirle, y que nos hace conscientes de su presencia en el Espíritu
Santo que ha tenido a bien enviarnos desde el seno del Padre. Frente a la
oración no podemos olvidar el poder del Señor, y la necesidad que nos envuelve,
y nos une a él con nuestra alabanza nuestras peticiones, tal como él mismo nos
ha enseñado.
En la oración es importante, en lo que
depende de nosotros, su contenido; con qué profundidad e intensidad nos
sumergimos en ella a la escucha de los gemidos del Espíritu intercediendo por
nosotros ante el Padre. El Espíritu, es la “cosa buena” por excelencia; el don
que Cristo nos ha ganado con su total entrega, pues aunque Dios provee a
nuestras necesidades, nos ha creado para que alcancemos a participar en su
propia vida, en la comunión definitiva con él, y no para que no nos falte de
nada mientras alcanzamos la plenitud a que hemos sido llamados. Pedir algo tan
importante como lo es la unción de su Espíritu, implica desearlo, amarlo, pero
hay que pedirlo con todo el corazón y anteponerlo a todo. Él es el maestro de
la oración y viene en ayuda de nuestra flaqueza porque nosotros, como dice san
Pablo, no sabemos pedir como conviene.
Si es el amor lo que nos mueve como
fruto del Espíritu, estaremos atentos a procurar el bien del otro que también
nosotros deseamos, más que a esperar responder con la misma moneda con que se
nos paga. Es el Espíritu, quien nos mueve a actuar por el bien como única razón
sin dar cabida al mal. De una fuente dulce no brota agua amarga. De Dios no
sale nunca el mal. El Evangelio está lleno del responder al mal con el bien,
como Dios hace con nosotros. Por eso necesitamos pedir, buscar y llamar, para
que se nos dé el Espíritu que Cristo nos ha ganado con su entrada en la muerte
y su resurrección y el resto lo recibiremos por añadidura.
Con este espíritu de perfecta misericordia,
los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que
Él se entregó asumiendo su culpa. La oración y la escucha fecundas de perdón
para nosotros y para los demás, enmarcan la vida en el amor de Dios.
Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra,
y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación
de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del
mundo. Decía San Juan de la Cruz:
"Adviertan, pues,
aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones
y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más
agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen
siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no
hubiesen llegado a tan alta como ésta. Cierto, entonces harían más y con menos
trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado
fuerzas espirituales para ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer
poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño.
Porque Dios os libre que
se comience a envanecer la sal (Mt 5, 13), que, aunque más parezca se hace algo
por de fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las obras
buenas no se pueden hacer sino en virtud de Dios[2].
El Evangelio nos
alecciona además acerca del combate que el mundo, y también cada persona
individualmente debe sostener constantemente contra el maligno, nuestro
adversario, hasta que las puertas del infierno sucumban ante la Iglesia que lo
combate clamando al Señor día y noche,
constantemente sin desfallecer. San Juan de Ávila lo expresa con
fuerza:
"La causa de haber
derramado Dios su enojo sobre su pueblo y habernos consumido enviándonos
pestilencias, infieles que nos venzan, herejías que han nacido, y tanta
abundancia de pecados como hay, y, finalmente, males de cuerpo y de ánima, ha
sido porque buscó Dios varones de oración que se le pusiesen delante y no los
halló. ¡Quién pensara que tanto importaba el ejercicio de la oración en la
Iglesia! ¡Quién contara los daños que por falta de ella ha habido!
Esta oración sólo es posible con la
fortaleza del Espíritu. La “Iglesia triunfante” ciertamente ha prevalecido ya
sobre el infierno derrotado por Cristo, “pero
cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” La
Iglesia sabe que cuando combate, los demonios retroceden, como en aquella lucha
bíblica contra Amalec (Ex 17, 8-16), pero cuando la caridad de la mayoría se
enfría (cf. Mt 24, 9-14), los demonios adquieren preponderancia, como vemos
tristemente en estos “tiempos recios”, similares a aquellos de los que se
lamentaba ya santa Teresa de Jesús.
La oración del “Padre nuestro”, habla a
Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y
desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en
su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla
del enemigo.
Dios nos perdona gratuitamente y nos da
su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del
mundo y para que así seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros
pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que
cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco
mi Padre os perdonará”.
El mundo pide un sustento a las cosas, y
a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora,
el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su
voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia
precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de nuestro Señor Jesucristo y
padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos
trae el Reino; “pan vivo” que ha
recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna
y resucita el último día. Alimento que sacia y no se corrompe; que alcanza el
perdón.
www.jesusbayarri.com
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