El ayuno
Como con tantas otras
realidades, Cristo en el Evangelio parece relativizar el ayuno, o mejor centrarlo
en su significado profundamente instrumental, alejado tantas veces del
significado común. Ayunar puede ser un auxilio necesario a la fragilidad de la
carne tan sujeta comúnmente a las concupiscencias, pero la Iglesia poco menos
que lo proscribe durante los días de la cincuentena pascual junto con otras
manifestaciones de penitencia, y lo reduce a pocos y señalados días. ¿Acaso en
ese tiempo la carne deja de estar sujeta a su flaqueza característica ante las
pasiones o nuestro yo necesita en menor grado ser humillado? Depende de la
vivencia de la alegría pascual, que en los fieles debe ser intensa y
preponderante sobre la ascesis como lo es la cincuentena pascual sobre la
cuaresma.
Quizá la práctica del
ayuno, como ocurre con otras realidades de la piedad, adquiere valor más por su
influencia sobre el espíritu inevitablemente unido a la carne, que por el hecho
en sí. Comer, o privarse de alimento puede ser axiológicamente significativo,
en la medida en que contribuya a orientar el “corazón humano” hacia su fin
último de comunión con Dios, y a protegerlo frente a la disipación de la
intimidad de amor con el Señor. Por
qué si no nuestros hermanos los santos, aún con su mayor afinidad con Cristo son
los adalides de la ascesis. Sólo cuando
se viva en la posesión no tendrá sentido la esperanza ni los medios necesarios
para excitarla.
El profeta Isaías, como
lo hace toda la Historia de la Salvación, llama a la interiorización del culto
y de la relación con Dios, que deben implicar el corazón. Dios es Amor, y en el
amor debe consistir nuestra relación con él, y también con los demás: Caridad y
justicia. Sin esto, prácticas y ritos religiosos quedan vacíos de contenido y
sin valor trascendente alguno. Como dice la Escritura: “Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que
la riqueza con iniquidad” (Tb 12, 8).
¿No será éste el ayuno que yo quiero? (dice
el Señor): deshacer los nudos de la
maldad, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados, y
arrancar todo yugo. ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin
hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu
semejante no te apartes? Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se
curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria del Señor te seguirá.
Entonces clamarás, y Yo, te responderá, pedirás socorro, y dirá: «Aquí estoy” (Is
58, 6-9). Parafraseando a Tácito y a san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”;
si ayunas, ayunarás por amor.
Como en el descanso
sabático la suspensión del trabajo está finalizada a afianzar la relación personal
con Dios y su providencia amorosa, por lo cual en el sábado se puede amar, así
el ayuno debe buscar en el Señor la prioridad absoluta de la existencia. En el
ayuno de Cristo, el Evangelio nos presenta redimida, la respuesta del hombre
ante la voluntad de Dios en su historia.
Los escribas y fariseos
deben comprender que su ayuno, al igual que el de los discípulos de Juan, de
expectación del Reino, se ha desvanecido con la presencia de Cristo. El Reino
de Dios ha llegado y ahora es el tiempo de arrebatarlo. La relación esponsal de
Dios con su pueblo, es asumida por Cristo y el pueblo debe acoger la invitación
a bodas del amado que llama a la puerta. Cuando el esposo está, no es necesario
hacerlo presente por el ayuno, mientras la fuerza de la expectación del Reino,
necesita de la constante renovación que trae la conversión. El que los santos
sean los más esforzados en la penitencia, es debido a que su mayor cercanía a
la luz y la santidad de Dios, les hace captar con más fuerza la mísera
condición humana de la que se protegen con la ascesis.
La esposa, que escucha
la voz de su amado, debe despabilarse y
abrirle la puerta antes que haya pasado. Abrir la puerta al amor es: Caminar
hacia el otro saliendo de la propia complacencia; amar, es el móvil del
verdadero ayuno que lleva a buscar al Esposo arrebatado hasta Dios y hasta su
trono; salirle al encuentro en el otro. “Misericordia
quiero y no sacrificios”, dice el Señor.
El ayuno cristiano, ante
la inminente alegría de las bodas y la presencia del Señor, excita el deseo de
su encuentro pascual. “No sólo de pan
vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios,” y cuando
sea silenciada la Palabra, en aquellos días, los discípulos ayunarán.
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