Domingo 28º del TO A
(Is 25, 6-10;
Flp 4, 12-14.19-20; Mt 22, 1-14)
Queridos hermanos:
El
sentido de la existencia para quienes hemos conocido a Dios, es alcanzar la
bienaventuranza del banquete de bodas del Señor, al cual se nos invita mediante
el anuncio de los enviados. Pero se puede alienar nuestra llamada reduciéndola
a lo inmediato, achatando nuestra vida y despreciando la que se nos ha ofrecido
y dado con el Espíritu, haciéndonos indignos de ella como aquellos primeros
invitados, entre los que se encuentran los sumos sacerdotes y los senadores del
pueblo a quienes el Señor dirige en primer lugar la parábola.
El
centro de atención de la parábola se desplaza después al traje de boda
necesario para acudir a la fiesta, y sorprende una tal exigencia después de una
invitación indiscriminada y gratuita. En esa sorpresa radica precisamente el quid
de la parábola, que ahora se dirige a nosotros, invitados de la segunda y la
tercera hora: ¿Si se acepta a buenos y malos, y a gente de toda condición, cómo
puede entenderse una tal exigencia? La explicación consiste en que dicha
vestidura, como sabemos, se facilitaba a los invitados gratuitamente al ingreso
a la fiesta.
Aceptar
la invitación gratuita es figura de la fe, que siendo un don de Dios, implica
la respuesta libre del hombre. Por esta fe se recibe la entrada al banquete
mediante el bautismo, pero se recibe además el Espíritu Santo, que según san
Pablo (Rm 5,5), derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, que nos reviste
para el banquete de bodas. Por eso dice san Gregorio Magno (homilía
38,3.5-7.9.11-14) que el traje de boda es la Caridad. Sin la
Caridad, el invitado al que el Señor llama “amigo” puede encontrarse dentro,
pero indignamente para pretender participar de la Caridad que ha perdido, y que
es la fiesta misma de la que hablaba la primera lectura de Isaías.
Sólo
el pecado, que implica nuestra libertad, puede despojarnos del amor de Dios,
cuya amistad rechazamos al pecar, haciéndonos indignos de su invitación, como
aquellos primeros invitados, o como aquel despojado del traje festivo.
Pablo
ha encontrado a Cristo y lo ha puesto al centro de su vida; su vivir y su
fortaleza es Cristo y el resto lo considera pura añadidura. Revisemos por tanto
las vestiduras de nuestro corazón, ahora que nos acercamos a las bodas con el
Señor en la Eucaristía, porque muchos son
los llamados, pero pocos los elegidos.
Proclamemos juntos nuestra fe.
Buen día padre, ¿por qué le llama amigo?
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