El
sacerdocio del Mesías
SALMO
110 (109)
Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate
a mi derecha,
y haré de
tus enemigos estrado de tus pies».
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro.
¡somete en la batalla a tus enemigos!
Eres príncipe desde el día de tu nacimiento;
entre esplendores
sagrados yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres
sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».
El Señor a tu derecha,
el día de
su ira quebrantará a los reyes;
En su camino beberá del torrente,
por eso
levantará la cabeza.
Este
salmo mesiánico por excelencia, concluye con la afirmación de que el Mesías levantará
la cabeza, como consecuencia de haber “bebido del torrente”.
En la
Escritura se habla de tres posiciones en la cabeza de Cristo, que indican tres
actitudes de su persona, ya que la cabeza en las Escrituras indica a la
totalidad de la persona y la
representa, ya sea para recibir bendiciones o maldiciones.
Parece
pues, poder afirmarse que el beber del torrente, implica en el Mesías el
movimiento contrario; que a este “beber” le corresponda la actitud opuesta, es
decir, la de inclinar la cabeza. En el Evangelio de San Juan se dice expresamente
que Cristo una vez bebido el cáliz de su pasión inclinó la cabeza y entregó el espíritu (Jn 19, 30). Así pues,
Cristo, inclina la cabeza como culminación de su sometimiento a la voluntad del
Padre, por la que se humilló a sí mismo hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), y así
como apuró el cáliz de la voluntad del Padre bebiendo del torrente del
sufrimiento, así será abrevado en el “torrente
de sus delicias, porque en él está la fuente viva y su luz le hará ver la luz”
(cf. Sal 36, 9s). O como dice otro salmo: Mas
tú, Yahvé, escudo que me ciñes, eres mi gloria, el que levanta mi cabeza.
(Sal 3, 4).
Levantar
la cabeza será por tanto, para Cristo, indicativo de la exaltación de su
resurrección. Dice también la Escritura que: ”La sabiduría del humilde le
hace llevar alta la cabeza, y le da asiento entre los grandes; Él, (Señor) le recobra de su
humillación y levanta su cabeza (cf. Eclo 11, 1. 12.13; 20, 11). Y ahora se
alza mi cabeza sobre mis enemigos que me hostigan; (Sal 27, 6).
Levantar
la cabeza es también signo pascual para Israel, como lo es para Cristo: “Yo
soy Yahvé, vuestro Dios, que os saqué del país de Egipto, para que no fueseis
sus esclavos; rompí las coyundas de vuestro yugo y os hice andar con la cabeza
bien alta. (Lv 26, 13).
Toda la
vida y la misión de Cristo está orientada al cumplimiento de la voluntad salvadora
del Padre de cuyo cumplimiento se alimenta (Jn 4, 34), y no le es propio en
este mundo ningún otro reposo o apoyo. Por eso: “Las zorras tienen guaridas,
y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58), (Mt 8, 20).
El
seguimiento de Cristo propio de sus discípulos implicará para ellos estas
mismas actitudes de “no reclinar”, e “inclinar” la cabeza, para que a su tiempo
puedan levantarla: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y
levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28).
Esta liberación de Cristo y de sus discípulos, la
presenta el salmo con el oráculo de sus primeros versículos: «Siéntate
a mi derecha, Y haré de tus enemigos estrado de tus pies». Pero este Mesías salvador cantado y
profetizado por el salmo, es en realidad la revelación del amor inaudito de
Dios que, para salvar a su criatura de la muerte sin remedio (Ge 2, 17), y de
la opresión del enemigo, mentiroso desde
el principio y padre de la mentira, no duda en enviar al Hijo de su amor, engendrado antes de la aurora de los
tiempos entre esplendores sagrados,
constituyéndolo: «sacerdote eterno, según
el rito de Melquisedec», que ofreció el pan de su cuerpo y el vino de su
sangre para comunicarnos vida eterna.
San Agustín presenta el Salmo como una
auténtica profecía de las promesas divinas sobre Cristo: «Era necesario conocer
al único Hijo de Dios, que vendría entre los hombres para asumir al hombre y
para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: moriría,
resucitaría, ascendería al cielo, se sentaría a la derecha del Padre y
cumpliría entre las gentes lo que había prometido. Todo esto debía ser
profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de
repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una
ardiente esperanza. En el ámbito de estas promesas se enmarca este Salmo, que
profetiza en términos particularmente seguros y explícitos a nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, en quien no podemos dudar ni siquiera un momento que haya
sido anunciado el Cristo»
«Comentario al Salmo
109», pronunciado por san Agustín en la Cuaresma del año 412.
Recordemos que Cristo mismo comenta este
salmo en el Evangelio (Mt 22, 42), cuando pregunta a los judíos acerca del
Mesías: « ¿Qué pensáis acerca del Cristo?
¿De quién es hijo?» Dícenle: «De David.» Díceles: «Pues ¿cómo David, movido por
el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a
mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? Si, pues, David
le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?»
Cristo, es pues hijo legal de David
según la carne como creía Israel y confiesa clamorosamente Bartimeo, el ciego
de Jericó: “Jesús, Hijo de David ten
compasión de mí”, pero es sobre todo su Señor, el Hijo del Dios vivo, como revela el Padre a Pedro en Cesarea de
Filipo.
Sobre la piedra de esta confesión, sobre
esta nueva fe que aparece sobre la tierra, será edificada la Iglesia.
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