Domingo 30º del TO B

 

Domingo 30º del TO B 

(Jer 31, 7-9; Hb 5, 1-6; Mc 10, 46-52 

Queridos hermanos: 

En esta palabra la salvación y la misericordia de Dios se hacen “camino” que conduce a su presencia, como cuando Israel fue llamado de Egipto a la Tierra Prometida, abandonando la esclavitud y la opresión de los ídolos. Ahora el pueblo regresa del norte después de setenta años, en los que fue purificado de sus pecados. Dios en efecto perdona a su pueblo, pero no deja impunes sus pecados.  

 Jericó, como el país del norte, es figura del destierro y la lejanía de Jerusalén, cuyo camino emprende el Señor en el Evangelio, para encontrar a Bartimeo, levantarlo de su postración, curarlo, y ponerlo en camino hacia la salvación por su fe, en su seguimiento y bendiciendo a Dios. Cristo es el verdadero camino al Padre, que en Bartimeo nos encuentra a nosotros y al pueblo que retorna del exilio en Babilonia.

El Señor abre un camino para retornar a él, a aquellos que habían sido desterrados lejos. Dios mismo a través de su palabra, por los profetas, va en busca de su pueblo, y a través de su Mesías los conduce a él. Que el camino de retorno a Dios, Cristo, se haga carne en nuestra vida es una gracia de Dios, porque uno no se convierte cuando quiere, sino cuando es llamado por Dios. Para que el pueblo salga de Egipto y camine a la Tierra Prometida, Dios tiene que romper las cadenas de la esclavitud: “De Egipto llamé a mi hijo”; para que el pueblo regrese del Exilio, como dice la primera lectura, Dios tiene que “recogerlos, traerlos y devolverlos”, y así el pueblo, pueda regresar con “arrepentimiento y súplicas”.

“Vienen con lágrimas” de arrepentimiento; “los devuelvo con súplicas”, porque un día los aparté por no volverse a mi. Vuelven porque se alejaron; los devuelvo porque yo los aparté. Devuelvo a los del norte, porque los desobedientes fueron al sur, cuando se les dijo: “no regresaréis a Egipto” y allí perecieron. Vienen por el “camino llano” de la conversión para llegar a los “torrentes de agua” del Espíritu.

Para este regreso a Dios sólo hay un camino que es Cristo. Dice Cristo: “Yo soy el camino”; encontrar a Cristo es encontrar el camino de retorno a Dios. Si Jericó es figura del mundo y Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios, caminar de Jericó a Jerusalén es una imagen de la conversión y de la salvación, por la que el hombre retorna a Dios. Convertirse es por tanto encontrar a Cristo; creer en él, unirse a él, y seguirlo es salvarse.

Arrepentimiento y súplicas son el fruto de la fe que testifica en favor de Bartimeo, el pobre mendigo ciego sentado junto al camino, que al escuchar que pasa Cristo, de un salto va a su encuentro “con súplicas” como dice la primera lectura, que Cristo aparenta no escuchar para las multiplique, esperando que alcancen a destapar los oídos de la muchedumbre, que le sigue sin saber que el Mesías ha llegado. Cristo hace esperar a Bartimeo, como el Señor a sus elegidos que están clamando a él día y noche, y con sus clamores salvan al mundo mientras testifican con su fe el amor de Dios.

Bartimeo estaba sentado; no caminaba porque no había encontrado aún el camino, como dice san Agustín. El Camino vino a él, se detuvo, escuchó sus súplicas, lo llamó, y lo puso en marcha. Bartimeo ha visto en su ceguera, lo que los ojos de la muchedumbre no han sido capaces de ver. He aquí un ciego que con su oración hizo detenerse al “Sol” en Jericó, como  Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a la multitud; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados. He aquí un ciego que ve; un pobre que ha encontrado el “tesoro escondido” y se apresta a registrarlo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!; un pobre mendigo ciego que ha encontrado la verdad de la Vida, y en este momento la tiene a su alcance. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

Este encuentro fructuoso se debe a la fe: “tu fe te ha salvado”; la fe de reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de David, al Mesías que al venir curaría a los ciegos; la fe de reconocer al Señor: “Rabbuni”. Su fe le salva, y Cristo, como testimonio de su luz, le cura la ceguera. 

Esta es la fe que hace posible al hombre ser liberado de las ataduras a los bienes, como al ciego, que ante la llamada de Cristo deja su manto y va a su encuentro.

Así viene la Eucaristía, a iluminar nuestra ceguera con la fe, multiplicar nuestra oración, y testificar a Cristo con nuestra curación. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

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