Domingo 27º del TO. B
(Gé 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16)
Queridos hermanos:
El Reino de Dios trae consigo
importantes novedades en todos los aspectos de la vida humana en general y del
discípulo en particular. También en el Matrimonio cristiano, que es devuelto por
Cristo a su grandeza original según la voluntad creadora de Dios, de la que
Cristo habla en el Evangelio al decir: “En el Principio”. Todo ello será
posible mediante el “Don de Dios”, su Espíritu Santo, que debe ser acogido con
la docilidad y la confianza de un niño.
Sabemos que en la Escritura hay dos
relatos de la creación del hombre, y Cristo, citando el comienzo del primero y
el final del segundo, en su respuesta a los judíos, manifiesta la voluntad
divina, respecto al matrimonio: las características, propiedades y fines de su
proyecto respecto al hombre: el bien de los esposos: “no es bueno que el
hombre esté solo”, su
unicidad: “por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, como vemos en la primera lectura,
pero subrayando además su indisolubilidad: “lo
que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
Además,
el matrimonio está destinado a la fecundidad, por lo que “los hizo varón y mujer”,
con la bendición divina, que no mandato, de: “sed fecundos y multiplicaos,
y llenad la tierra y sometedla” (cf. Ge 1, 27s), a la que alude la segunda lectura diciendo que
Dios quería: “llevar muchos hijos a la
gloria”, hasta que llegaran a ser “una muchedumbre inmensa que nadie
podía contar” como dice el Apocalipsis.
El Señor va al fondo de la cuestión
sabiendo que sólo con la fuerza del Espíritu será posible que el corazón humano
se centre de nuevo en el plan divino del amor, único y fecundo de Dios. La novedad cristiana respecto al matrimonio,
lo eleva al punto de ser signo del amor esponsal de Cristo por su Iglesia, por
la que se entregó hasta la muerte de cruz, y poder así “presentársela a sí
mismo, resplandeciente, sin mancha ni arruga”. Por eso, toda profanación
del matrimonio cristiano es adulterio, con la connotación idolátrica que la
Escritura da a la palabra adulterio. En efecto, el adulterio en el matrimonio
cristiano, desvirtúa la imagen del amor de Cristo por su Iglesia, que le ha
sido dado, y que está llamado a visibilizar.
La gracia de Cristo transforma la
“dureza del corazón” consecuencia del pecado, haciéndolo de carne por la acción
del Espíritu recibido por la fe en Cristo. Un corazón nuevo lleva consigo una
vida nueva, en la que es posible el amor fecundo y fiel que superando los
límites humanos, alcanza la plenitud del amor de Dios. Jesús, no se limita a
reafirmar la ley; le añade la gracia. Los esposos cristianos no tienen sólo el deber
de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también la ayuda necesaria
para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo viene la fuerza del Espíritu
Santo que permea todo aspecto de la vida del discípulo, incluido el
matrimonio.
Como dice Benedicto
XVI: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima
pureza, conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble
sentido: en cuanto implica exclusividad, y en el sentido del “para siempre”. El
amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también
el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo
definitivo: el amor tiende a la eternidad» «Deus
caritas est, 6».
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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