Domingo 12º del TO B
(Jb 38, 1.8-11; 2Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41)
Queridos hermanos:
Esta palabra del Evangelio está cargada
de simbolismo y de enseñanza en primer lugar para los discípulos y también para
todos nosotros: La noche, signo de las tinieblas del mal, el mar sinuoso de la
muerte; el viento contrario de la persecución y la tribulación, provocados por
el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y ámbito de
la vida nueva; el miedo a la muerte, secuela del pecado y signo de “lo viejo”;
el temor de Dios “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, imagen de su muerte y
el despertar de su resurrección.
Cristo va a introducir a los discípulos
en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe, única
respuesta ante la muerte, por la que todo hombre debe pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está
invitando a los discípulos a enfrentar la muerte junto a él y salir indemnes.
Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para
llegar al límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder, como
decía la primera lectura. En Cristo, la humanidad no se hundirá en el mar, sino
que tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.
En medio de este mar, los discípulos van
a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”,
de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos de por vida, del
diablo (cf. Hb 2, 14s). ¿Dónde está
vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí, como nos ha dicho
san Pablo en la segunda lectura? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte?
¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? Claro que
me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la
muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de
perecer estando yo con vosotros, y no seáis capaces de confiar plenamente en
Dios abandonándoos en sus manos.
La experiencia de los discípulos será
vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán
que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su
nombre.
También nosotros necesitamos hacer
nuestra la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al
que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no
perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos
vuestras almas” (cf. Lc 21, 18-19).
Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.
Profesemos juntos nuestra fe.
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