Domingo 10º del TO C
(1R 17, 17-24; Ga 1, 11-19; Lc 7, 11-17)
Queridos
hermanos:
En este domingo la palabra nos presenta
la resurrección de dos hijos únicos de madres viudas. También la virgen María
será viuda y su hijo será resucitado. Dios se compadece del dolor de estas mujeres
y así fortalece su fe a través de una prueba, como hizo con Abraham. Una vez
más, los acontecimientos de muerte conducen a la manifestación de la gloria de
Dios, y a la experiencia de su amor, que brilla en la cruz de Cristo. Cristo es
la resurrección y la vida; resucita a una niña en su casa, a un joven en la
calle y a un adulto en su sepulcro. La resurrección de Cristo acompaña al
hombre en todas las etapas de su vida, como hace notar san Agustín. Cristo es
Señor del tiempo y del espacio, y su misericordia acompaña la vida del hombre,
sin detenerse ni en la inocencia infantil, ni en la virulencia de la juventud,
ni en la obstinación de la vejez. La vida en este mundo, consiste en este recorrido que nos conduce desde el nacimiento al sepulcro, atravesando la ciudad terrena. Qué importante es encontrar a Cristo en el camino cuando la muerte nos sale al encuentro.
Dios tiene poder sobre la muerte y usa
de misericordia con todos los hombres, que la hemos experimentado a causa del
pecado, y para nosotros envía Dios a su Hijo, que se entrega a la muerte,
resucitando para nuestra justificación. San Pablo ha recibido de Cristo este
Evangelio, de su amor misericordioso y dedica su vida a proclamarlo. Hijo único
del Padre y de María, en Cristo, la resurrección será primicia de la de muchos
hermanos, hijos de la Iglesia, a la que podemos considerar también como viuda, cuyo
esposo está en el cielo, y ante cuyo dolor se conmueve el corazón del Señor.
Dichosos nosotros, sus hijos, porque la Iglesia ora por nosotros en medio de la
muchedumbre que participa de su dolor, y con sus lágrimas conmueve a quien
tiene el poder sobre la muerte.
Decía san Ambrosio, que la resurrección
de Cristo, día octavo y primero de la nueva creación imperecedera que entra en
la eternidad, viene anunciada en la Escritura por otras siete resurrecciones
temporales, que deberán no obstante, nuevamente someterse al poder de la muerte:
La del hijo de la viuda de Sarepta, la del hijo de la sunamita, la del hombre
que cayó en la tumba de Eliseo, la de la hija de Jairo, la del hijo de la viuda
de Naín, la de Lázaro y la de los que resucitaron tras la muerte de Cristo.
Nosotros, en nuestra muerte espiritual,
hemos escuchado también la voz de Cristo, que se ha acercado a nosotros, ha
dado su palabra a la Iglesia, consolándola en su dolor; y ha tocado el leño que
nos conducía al sepulcro, deteniendo su inexorable marcha. Cristo nos ha
rescatado y nos ha confiado al cuidado de nuestra madre, ya que pertenecemos a aquel que nos da la vida. Como dice San Pablo: hemos sido bien comprados y no nos pertenecemos y por eso lo glorificamos con nuestra vida.
Hoy, la Iglesia, nuestra madre, nos alimenta
en la Eucaristía; nos da vida con la palabra de Cristo, y con su carne, y vida
eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe
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