Una
luz en las tinieblas
Las Escrituras son ciertamente el testimonio
de la fe de un pueblo. Estas tres realidades: Escrituras, fe y pueblo, que Dios
ha hecho nacer, crecer, y desarrollarse simultáneamente, como semillas divinas
sembradas en este mundo, al crecer se hacen árbol frondoso, capaz de incorporar
en su seno a todos los hombres. Dios se ha manifestado siempre en la historia humana
dejándose conocer por el hombre, para hacerlo testigo suyo en medio de los demás
hombres, a través de los siglos, de generación en generación, hasta la
consumación de los tiempos, cuando haya sido completado el número de los hijos
de Dios, como “muchedumbre inmensa que
nadie puede contar”, tal como describe el libro del Apocalipsis (cf. Ap 7,
9). Han sido esta fe, esta elección y esta misión, eternas, las que han
determinado el nacimiento, el desarrollo universal, y la prodigiosa y sempiterna
permanencia de un pueblo, frente al acecho ininterrumpido de la enemistad
diabólica, cuyas “puertas infernales” abatirá definitivamente, una vez
consumado el drama amoroso de la libertad humana.
El desarrollo de esta fe, cristaliza
en las Escrituras, que sin pretensiones de una exposición histórica estricta y
cronológica, van leyendo los acontecimientos y los tiempos, mediante una
interpretación teológica de la relación humana con Dios. Verdadera metahistoria,
en la que la revelación divina sitúa la existencia del hombre en el mundo
proveyéndola de sentido, dirección, y meta que alcanzar, desde la intervención
creadora de Dios participando su ser a cuanto existe, hasta su plenitud final en
el reino eterno. Dios ha acontecido en el desarrollo del mundo, unas veces de
forma más perceptible que otras, a través de su Espíritu, gobernándolo,
renovándolo, e inspirando y corrigiendo las acciones de los hombres, para
conducirlos, en libertad, al conocimiento de su Amor, omnipresente en la
existencia humana desde su principio.
Las Escrituras surgen como
inspiración prodigiosa de Dios a unos hombres sabios exiliados en Babilonia, que
en medio de su angustiosa situación, añoran la pérdida de su tierra, la vida y
las instituciones de su nación, pero sobre todo, su grandeza de haber sido un pueblo
elegido por Dios, en el que habitar en medio de ellos en su Templo de
Jerusalén. No pudiendo permanecer indiferentes ante semejante crisis
existencial, que pretende aplastar su auto conciencia de ser un pueblo sobre
todos los pueblos, y viéndose ahora en tal anonadamiento, recurren a su fe en
busca de sentido, siendo guiados por la misericordia divina, para que “entrando
en sí mismos”, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, descubran en la
causa de su grandeza, el motivo de su ruina, por su infidelidad, y aparezca
ante ellos el memorial de un Dios vivo en su historia, que les habla desde los
acontecimientos del pasado, invitándolos a hacerlos actualidad vital, mediante
la invocación del espíritu, según la profecía de Ezequiel (cf. Ez 37, 1-10).
Entonces recuerdan, y escriben
multitud de aquellas tradiciones ancestrales de sus antepasados, comprendiendo
que los grandes traumas de su historia, tanto pasados, como presentes, y
futuros, como pueblo germinal y paradigmático que son, en el que la fe debe
manifestarse, sólo adquieren sentido, mediante una reflexión, que les lleva a advertir,
que el quebrantar su alianza con Dios, les hace perder su razón de ser, y de
existir, y aunque la fidelidad de Dios no anulará nunca sus promesas, ni su
elección, a una corrección paternal, ciertamente severa, sucederá
indefectiblemente su misericordiosa compasión y su perdón. Sus escritos, van
pues, a ser los encargados de reconstruir su propia identidad, sobre los
cimientos de una fe que les una realmente y les engrandezca, sirviéndose para
ello, libremente de la historia, como base sobre la que plasmar la existencia, la
manifestación progresiva y la providencia de Dios, que se deja conocer del ser
humano cada vez más profundamente, abriéndolo al horizonte infinito de su amor.
Parece probado científicamente en la
actualidad, el origen común de Israel con los pueblos cananeos, entre los
cuales habrían ocupado posiblemente, los estratos más bajos de servidumbre e
incluso de esclavitud, hasta el punto de que algunos habrían tenido que emigrar
a Egipto en busca de subsistencia y libertad, mientras otros, pertenecientes a las
tribus de Zabulón, Isacar, Aser y Neftalí, hallándose ya establecidos en la
tierra, desde una época anterior indeterminada, no habrían bajado a Egipto, y habría
sido sólo con la llegada de Josué a Siquén, cuando se habrían adherido progresivamente
a la fe en Yahvé, que el grupo de los “rescatados” de Egipto había traído. Unidos
a ellos, habrían adquirido progresiva y definitivamente sus territorios, en
continua lucha con los cananeos que los habían subyugado hasta entonces, o que simplemente
habían supuesto para ellos una amenaza constante. Es digno de fe aceptar que
sólo a una intervención prodigiosa de Dios, pueda atribuirse el hecho de
semejante conjunción de acontecimientos prodigiosos, que dieron origen a la transformación
realizada en un colectivo de esclavos, que quedaría plasmada en la epopeya del
Éxodo.
También en el advenimiento de la
Nueva Alianza profetizada por Jeremías y llevada a cumplimiento en la sangre de
Jesucristo, encontramos evidencias de estas intervenciones decisivas de Dios
que reconducen la historia de forma imprevisible, mediante saltos cualitativos
ajenos a cualquier tipo de evolución, a los que sólo la fe es capaz de dar una respuesta
cabal. En estos casos, además, no es necesaria una elaboración historiográfica
de heroicos y extraordinarios personajes míticos, dada la cercanía histórica de
los testimonios. Pensemos, si no, en el grupo de los discípulos de Jesús de
Nazaret, de por sí rudos e incapaces,
sumidos en la más espantosa crisis de identidad a causa de la muerte trágica de
su maestro: descabezados, desmoralizados, y temerosos, que de repente adquieren
fortaleza, osadía para oponerse a la férrea disciplina de las autoridades y las
herméticas instituciones judías, y emprenden la aventura colosal de propagar su
fe hasta los últimos confines de la tierra, sin más armas que la predicación
del Evangelio, la celebración del Memorial pascual de su Señor Jesucristo, y la
unidad y el agapé entre los discípulos. Pensemos también en Saulo de Tarso,
perseguidor implacable de los seguidores de Jesús, que en un instante, se
transforma en su más esforzado apóstol, hasta la entrega de su vida por la fe
que pretendía destruir.
La narración bíblica, en orden a resaltar
la elección divina y su predilección por su pueblo, postula una distinción de
origen respecto a los clanes autóctonos de Canaán, que habría de transformarse
en Judea, Palestina, y Tierra Santa, afirmando una ascendencia aramea de la
estirpe. A tal efecto, en la narración, encontramos que, mientras Isaac, en la
línea sucesoria del patriarca Abrahán, para defender la pureza de su sangre va
en busca de esposa a la tierra de sus ancestros, como hará también Jacob,
aunque forzado por otras causas, para formar su familia, conservando así,
también él, la pureza de su sangre, Esaú, apartado ya de la primogenitura, no
dudará en unirse a las hijas de los hititas (cf. Ge 26, 34) mezclando con ellos
su futura descendencia, quedando así alejada de las bendiciones y de la Promesa
divina. José, Efraín y Manasés, por su parte, aportarán sangre egipcia a la
estirpe de Israel (Ge 41, 50), justificando con ello, y haciendo comprensibles a
la vez, sus constantes desavenencias con Judá y las tribus del sur unidas a él,
recurrentes en la historia, hasta su desaparición del horizonte del judaísmo posterior
al Exilio.
En realidad, no son necesarias
diferencias en el linaje para justificar tales divergencias y enfrentamientos
entre hermanos en el seno de la familia. Tal antagonismo, motivado unas veces
por las preferencias de los padres, y otras por las propias actitudes de los
hijos, llena, de hecho, toda la narración bíblica: Caín mata a Abel; Esaú
persigue a Jacob, sus hermanos atentan contra José, y el norte se opone al sur.
José, o Efraín, en efecto, pasará a denominar al Israel del norte, hasta su
desaparición con la caída de Samaría y su deportación a Asiria el 721, por
Sargón II, siendo establecidos en Jalaj, cerca de Jarán, en el Jabor, río de
Gozán, y en las ciudades de los medos. Después del destierro, permitiendo Ciro
regresar a su tierra a “cuantos pertenecen al pueblo”, los que regresan del
destierro, lo hacen, pero cada cual a su ciudad.
Esdras, sacerdote y escriba,
reorganiza entonces el culto a Yahvé convertido ya en “judaísmo”, en el reconstruido
Segundo Templo de Jerusalén; se trata de un nuevo Moisés, y un nuevo pueblo,
que renueva su compromiso personal con la Alianza. Ahora el pueblo cuenta con una
primera redacción de la Biblia hebrea con los cinco libros de la Torah, que comprende
las leyes de su relación con Dios y con sus hermanos. La lectura y el estudio
de las Escrituras que ha sido el sostén de su fe en ausencia del Templo, durante
setenta años, junto a la plegaria con los salmos, entorno a la sinagoga,
formará, en adelante, parte cada vez más importante en su relación con Dios, a
tal punto, que las Escrituras llegan a constituir el lugar privilegiado en el
que escuchar la voz de Dios, y no sólo como encuentro con las lecciones eternas
de la historia, sino como: “lámpara para
mis pasos y luz en mi sendero”; como “palabra de Dios”, en la que no puede
haber error alguno, adquiriendo el rango de “sagradas”, y preparando así al
pueblo de forma providencial, para un futuro judaísmo sin templo. El culto se
irá espiritualizando interna y externamente, dando paso además a una
pertenencia universal al Pueblo de Dios, no tanto por su dispersión en medio de
las naciones, cuanto por la acogida en la fe de Abrahán de gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación, convocadas por “el
Profeta”, al que habrá que escuchar para incorporarse o permanecer en el pueblo
de la Alianza.
Jerusalén, que en un principio formaba
parte de la heredad benjaminita, al ser conquistada por David, queda en
adelante unida a Judá, que pasará a ser la denominación propia dada a las
tribus del sur. Se alcanzará así, la unión definitiva en: “Un solo pueblo y un solo rey”, como había sido anunciado por el
profeta Ezequiel (37, 15). En cuanto a la unidad religiosa que Josías había
hecho posible en el 640, con su reforma, consiguiendo, la instauración en
Israel del monoteísmo, con la exclusividad del culto a Yahvé, en el Templo, y la
incorporación fundamental en el 622, del “Rollo de la Doctrina” que hoy
conocemos como el Deuteronomio, se perderá de nuevo después de la muerte de Josías
en el 609, con el ascenso al trono, de reyes impíos, que arrastrando de nuevo a
Israel al politeísmo, le acarrearían el desastre profetizado por Jeremías.
Yahvé, “el alfarero divino”, (Jr 18, 1-12) preparaba así un nuevo comienzo para
su pueblo, purificándolo con el “Exilio,” a manos de Nabucodonosor en el 589.
Dios, fiel a sus promesas, no va a
permitir que Judá, que con toda probabilidad se precipitaba a ello, se extinga
en Babilonia como sus hermanas las tribus del norte, en Asiria. Con la
mediación de los profetas, Dios prepara a su pueblo al “gran acontecimiento de
la conversión”, a través de la lectura de “las Escrituras”, don precioso y
perdurable de su Espíritu para la vida del mundo. La mayor enseñanza que Israel
puede sacar de la misericordia divina para con su pueblo a través del Exilio, será
el conocimiento de un: Dios justo que castiga la infidelidad, pero que “aunque aflige, usa de misericordia, porque
no rechaza para siempre el Señor”, como dice el libro de las Lamentaciones
(cf. 3, 31-33).
Cerramos, así, la reflexión, en
torno a cuanto ha dado origen al nacimiento de las Escrituras, dando respuesta
a aquella exclamación desgarradora del profeta Isaías (Is 6, 11): ¡Hasta cuándo, Señor!
“El que dispersó a Israel lo
reunirá, lo guardará como un pastor a su rebaño; porque el Señor redimió a
Jacob, lo rescató de una mano más fuerte.”(Jr 31, 10).
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