LAS SAGRADAS ESCRITURAS VI Los cánones rabínico y católico


Los cánones rabínico y católico de las Escrituras.[1]

           
          Alrededor del año 280 a.C., Tolomeo II filadelfo, manda traducir, la biblia hebrea, pre canónica, al griego, lengua habitual de la gran comunidad judía de Alejandría, por diversas motivaciones. Esta traducción fue realizada por setenta estudiosos elegidos, por lo que fue denominada “la Septuaginta”, o biblia de los LXX.  

          Con la aparición del cristianismo, las primeras comunidades de lengua griega, utilizaron de forma preferente esta traducción, en la que tanto el mensaje como la figura de Cristo eran acordes al cumplimiento de las promesas y las esperanzas de Israel, en una continuidad de la revelación divina, que sin interrupción alguna llegaba hasta el advenimiento de Jesús de Nazaret en la plenitud de los tiempos.

          Con el descalabro del pueblo judío a causa de las continuas revueltas promovidas por los sicarios contra Roma, la destrucción del segundo Templo, y la expulsión de los judíos de Jerusalén, tanto el Sanedrín como la élite farisea, se desplazaron a la pequeña ciudad de Yabné, (antigua Yamnia, incendiada en tiempos de los macabeos) a orillas del mar, en la que Yohanan ben Zakkai, obtiene la autorización de Roma, para fundar una universidad rabínica, que daría origen al “rabinismo”, nuevo judaísmo casi exclusivamente fariseo, sectario y radicalizado en la observancia, que se propone rescatar a la nación judía de la dispersión de la doctrina, la disolución helenista, la diáspora, y la influencia cada vez más fuerte del incipiente cristianismo de los “nazarenos”, que utiliza el griego en sus escritos.

          Entre sus prioridades, junto al rescate del hebreo, se encuentra la conveniencia de fijar un canon “palestino” de las Escrituras que marque distancia con todo el acontecimiento cristiano, relegándolo a algo tardío, alejado de la revelación y sin conexión alguna con las promesas y las esperanzas de Israel. Como consecuencia se mutila expresamente la Septuaginta, fijando como límite de la revelación, los escritos anteriores a la muerte de Esdras en el siglo V a. C., con excepción hecha, por conveniencia, del libro de Daniel, quedando excluidos siete libros, tenidos como inspirados en el canon “alejandrino”, y consecuentemente todos los escritos cristianos.

          Con estas drásticas medidas, este sínodo judío de Yabné, establece por decreto el silencio de Dios, y se erige en conductor de su propia historia, ratificando su ya suspendida pertenencia a la Alianza del pueblo elegido, con el rechazo de Cristo, según aquellas palabras del Deuteronomio citadas por Pedro en el libro de los Hechos: “El Señor Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga. Todo el que no escuche a ese profeta, será excluido del pueblo” (Hch 3, 23).

          Juan Pablo II en Maguncia en 1980 hizo la siguiente declaración: “la Alianza que estableció Dios con Israel no ha sido nunca anulada ni abolida.” El Papa apoyó su declaración en el texto de la Carta a los Romanos (11, 28-29): “Son amados (los judíos) en atención a sus padres. Pues los dones y la vocación de Dios son  irrevocables.” Efectivamente, la alianza con Israel nunca ha sido anulada ni abolida, sino al contrario, ha alcanzado su realización y su plenitud de cumplimiento en Jesucristo, continuando viva en la Iglesia, cuerpo suyo, con María, los apóstoles, los judíos que creyeron en él y los santos, verdadero Israel que ha mantenido su fidelidad a la Alianza, acogiendo en su seno a las naciones, mientras otros se han auto excluido rechazándola.

          Dice, en efecto, la Escritura: Cuando venga el dueño, “arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo; por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21, 41.43). “Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os consideráis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles” (Hch 13, 46). Respecto a la conversión a Cristo de los judíos, que desea san Pablo, no hay por qué dudar ni de la bondad, ni del amor, ni de la misericordia de Dios, que son infinitas.

          A través de esos libros descartados, Dios ha seguido hablando, purificando, y preparando a su pueblo, para la llegada de su Cristo, que llevaría a su culminación la Historia de la Salvación, mediante la Alianza Nueva y Eterna,
sellada con su sangre, centro y culmen de la revelación que se cerrará con la muerte del último de los apóstoles. A esta alianza quedan incorporadas las naciones, que reconociendo a Jesucristo como Mesías, Emmanuel y Salvador,  constituyen un cristianismo abierto a la universalidad de los gentiles, según las promesas hechas a Abrahán.

          En cuanto al canon católico, podemos comenzar diciendo que, como sabemos, Cristo no escribió nada, ni tampoco mandó a sus discípulos escribir, sino predicar, y que fue el Espíritu Santo dado a la Iglesia, el que la ha ido conduciendo a la verdad completa, suscitando dones y carismas para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta su retorno glorioso, cuando haya sido completado el número de los hijos de Dios.

          La Tradición cristiana, partiendo de la predicación y las enseñanzas de Cristo transmitidas a los apóstoles, con el mandato expreso de predicar y enseñar a todas las naciones, irá cristalizando en escritos, cartas y libros, simultáneamente a la vida de las comunidades, a su liturgia, y al progreso de su ordenamiento como pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

          Como dijo Christopher Francis Evans, el cristianismo nace con una biblia en su cuna, y a ella se irán uniendo textos inspirados escritos en lengua griega, de forma que al llegar el año 200, puede darse por completado el canon, en el que en el siglo III, Tertuliano menciona el Nuevo Testamento, permaneciendo, no obstante, algunas dudas acerca de la inspiración de la Carta a los Hebreos, la Carta de Santiago, las 2ª y 3ª de Juan, la 2ª de Pedro, y el Apocalipsis, aunque no será hasta medio siglo después de la muerte de Constantino, cuando la Iglesia se plantee la resolución de este asunto. Podemos afirmar que a finales del siglo IV, la aceptación del canon es completa; sólo la Iglesia de oriente mantendrá alguna reticencia respecto al Apocalipsis, que quedará resuelta en el III Concilio de Constantinopla el 681.

          El Concilio de Trento saliendo al paso del intento protestante de modificarlo, proclamará el canon como dogma, el 1563.

                                                                     www.jesusbayarri.com

                                                                                           



             


[1] Cf. Apología 2.1.com

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