LAS SAGRADAS ESCRITURAS VII De la Santa Iglesia Madre, a la Santa Madre Iglesia


De la Santa Iglesia Madre, a la Santa Madre Iglesia.[1]


      
          Paralelamente al pluralismo judío del primer siglo de la era cristiana, en la que encontramos: herodianos, saduceos, fariseos, zelotes y esenios, podemos identificar entre los primeros discípulos, aquellas mismas tendencias que conformaban el ambiente de la nación, y que la fe en Jesús de Nazaret, iría transformando, sin que por eso dejaran de existir completamente, enriqueciendo así la unidad de la comunidad original. Sabemos que Juan era pariente del Sumo Sacerdote, y por tanto cercano a los saduceos, que Simón era zelote, Natanael podía haber sido un buen fariseo, lo mismo que Pablo, etc. Todas estas características podemos apreciarlas también en el pluralismo que nos presenta el Nuevo Testamento: Pedro, Santiago, Marcos, y Mateo, por un lado, Pablo y Lucas por otro, y Juan por el suyo propio. Junto a estas notas distintivas, es mucho más lo que los une en su judaísmo, que habiendo encontrado en Jesús de Nazaret al Mesías, alcanza en ellos una plenitud de realización, a la que aspiraba la nación entera de Israel.

          Es esta conciencia de realización definitiva, la que hace a los discípulos y al entero Nuevo Testamento, saberse y definirse como los verdaderos judíos, que lo son no sólo en la carne, sino y sobre todo en el espíritu. Adherirse a Cristo no supone, por tanto, en modo alguno, dejar el judaísmo, aunque a partir del año 90, tendrían, de hecho, que dejar la sinagoga. Con el cristianismo no nace una nueva religión, sino que el judaísmo alcanza la era mesiánica de realización de las promesas, y en el que se cumplen las esperanzas de Israel. Un judaísmo cristiano, o como se le ha dado en llamar: un Judeocristianismo.

          La apertura inmediata a los gentiles, como mandato expreso de Cristo, viene a realizar el designio divino de que todos los pueblos reconozcan y bendigan al Señor como anunciaron los profetas. No hay que olvidar que “la salvación viene de los judíos”, como dijo el Señor a la samaritana. Lo contrario sería arrancar el cristianismo de la Historia de la Salvación haciéndolo una gnosis, y cayendo en la mayor de las herejías. Dios, en Jesucristo, se hace hombre de la descendencia de David concretamente.

          Mientras para un gentil la única forma de incorporarse al pueblo de Dios es mediante la fe en Jesucristo, para un judío, la fe en Jesucristo, es la única posibilidad de permanecer en el pueblo de la Nueva y Eterna Alianza, sellada en la sangre de Cristo. Los judeocristianos, son aquellos judíos que creen en Jesús, Hijo de Dios Padre, que envía sobre ellos el Espíritu Santo.

          El judeocristianismo, es pues, el judaísmo legítimo del siglo primero que subsistirá en el Nuevo Testamento, mientras el “judaísmo rabínico” (judaísmo actual), que se configura entre los siglos segundo y tercero, prácticamente fariseo, es radicalizado, cerrado y excluyente[1]. Entre sus acciones de contención frente a la aniquilación y la dispersión judía, el rabinismo de ben Zakkai, decreta una mutilación de la Septuaginta, eliminando los escritos posteriores a la muerte de Esdras, y se empeña en la ingente tarea de fijar por escrito la tradición oral, desde Tiberíades, Séforis, y Yabné, que dará origen a la Misnáh, con los graves inconvenientes que supone esclerotizar una tradición oral frente a la adaptación natural de la realidad en constante evolución.

          La expulsión de las sinagogas del judeocristianismo llevada a cabo en el año 90 por Gamaliel II, mediante la inclusión en la duodécima bendición sinagogal de una maldición contra los “nazarenos”, supone su separación definitiva del judaísmo rabínico, a lo cual se une la proliferación cada vez mayor de los cristianos venidos de la gentilidad, que van reduciendo el judeocristianismo a una minoría, aunque cualificada, debido a su conocimiento de las Escrituras, del hebreo y de la tradición judía, y que serían la fuerza impulsora de la comunidad cristiana del siglo cuarto.

          Paulatina y tristemente avendrá después una separación real, cada vez mayor, entre los cristianos venidos del paganismo y los judeocristianos, que hasta el siglo cuarto, fueron un motor en el seno de la Iglesia. Entre otras cosas, el cambio de la fecha de la Pascua será uno de los efectos desencadenantes de la separación. Después con la llegada de los bizantinos llegarán también las teologías y los dogmas, de la Santa Madre Iglesia, no siempre fáciles de asimilar para la mentalidad semita de aquellas primeras comunidades de la Santa Iglesia Madre.

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[1] En Yabné, (Yamnia o Yavneh), antigua ciudad costera al este de Jerusalén, cercana a la actual Tel Aviv, mencionada en los escritos de la época bíblica macabea, que se convirtió en una ciudad judía de importancia, tras la caída de Jerusalén el año 70 d.C., cuando muchos estudiosos judíos tuvieron que huir a esta ciudad y se asentaron en ella; según la tradición, Eliezer ben Hyrcanos y Yehoshua ben Hananyah ayudaron al rabino Yohanan ben Zakkay a esconderse en el ataúd que lo trasladaría hasta Yabné, burlando así a los sicarios que no permitían a los judíos abandonar la ciudad para escapar de la rebelión. 

            Dentro del Judaísmo surge por entonces una disputa sobre el canon correcto de las Escrituras. Mientras los saduceos, sostienen que solamente conforma el canon de las Escrituras el Pentateuco (la Ley, la Torá), otros grupos también admiten los Profetas (Nevi'im) y los Escritos (Ketuvim). El grupo judío predominante entonces era el de los fariseos, que considera un canon, formado por la Ley, los Profetas y los Escritos, y a finales del siglo I, el Judaísmo rabínico naciente, estableció como canon de sus libros sagrados, aquellos que cumplieran tres requisitos: que hubiera una copia del libro en cuestión, y que se supiera que fue escrito antes del año 300 a.C., antes de la muerte de Esdras, (cuando comienza la helenización de Palestina); que dicha copia estuviera escrita en hebreo o cuando menos arameo (no griego, la lengua y cultura invasora, que empleaba además el judeocristianismo en sus escritos) y que tuviera un mensaje considerado como inspirado o dirigido al pueblo judío, no cristiano.

            Lutero usó esta decisión, no cristiana, como base para la formación de su canon bíblico, desestimando el Canon (alejandrino) que usó la Iglesia desde Pentecostés, y que siendo predominante en tiempos de Jesús, fue acogido por la ella, hasta la Reforma Protestante, con la controversia acerca de los libros llamados Deuterocanónicos, que el Judaísmo rabínico naciente, había suprimido, por su cuenta, del “Canon de los Setenta”, a finales del siglo I, tratando de impedir así la continuidad evidente de la revelación divina, con el advenimiento de Jesucristo, en quien hallan cumplimiento las Escrituras y se establece la Nueva y Eterna Alianza en su sangre, que acoge como pueblo de Dios, a cuantos en Israel, y después en el mundo entero creerán en él.


                                                                             


[1]  Cf. De Gasperis, F. R. Cominciando da Gerusalemme (Lc 24, 47). La sorgente della fede e dell’esistenza cristiana, Edizioni Piemme, Casale Monferrato (AL) 1997.

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