Dgo. 4º C (cf. dgo.
14 B; miércoles 4 y lunes 22)
(Jr 1, 4s.
17-19; 1Co 12, 31-13, 13; Lc 4, 21-30)
Queridos hermanos:
La
palabra de hoy nos pone delante dos problemas a los que se enfrenta la razón del hombre ante la fe:
el escándalo de la encarnación, y el proyectar en Dios nuestras expectativas. Aceptar que
nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como
nosotros. Problema por tanto de humildad, a la que se resiste nuestro orgullo.
Cuando
la santidad de Dios se acerca al hombre, lo atemoriza, como en el episodio del monte
Sinaí, cuando el pueblo aterrorizado y pidió a Dios un intermediario y fue
escuchado; en efecto, el señor siempre suscita y envía a quien quiere, para
comunicar su voluntad, su palabra de vida, y su gracia, que nos manifiesten su
amor; hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo,
su presencia en el hombre se hace plena y definitiva por medio de su Hijo.
Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a través de quien desea
manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien
os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado.»
Rechazar al enviado es rechazar a quien le envió. Por tanto, es necesario
discernir y aceptar la voluntad soberana de Dios que se encarna muchas veces en
contra de nuestros criterios y presupuestos carnales, con el peligro de creer
que se sirve al Señor, cuando en realidad sólo obedecemos a nuestra propia
razón. El hombre debe discernir los caminos de Dios y acudir allí donde sopla
el Espíritu. Servir a Dios pasa por entrar en el absurdo de la cruz al que
nuestra razón se revela. En el “sacramento de nuestra fe”: Cristo se entrega a
la voluntad del Padre que le presenta la cruz. A esta entrega de Cristo nos
unimos nosotros en la Eucaristía. La fe, por tanto, será siempre un obsequio libre
de nuestra mente y nuestra voluntad a Dios que se revela, cómo y cuándo quiere,
y constituye, por tanto, un acto de amor y de humildad.
San José tiene que aceptar el embarazo de María por obra
del Espíritu Santo, so pena de quedar al margen de la obra de la salvación.
Israel rechaza que Dios haya querido encarnarse en “el hijo del carpintero”;
que el Mesías no venga de la estirpe real, aparentemente, o de la casta
sacerdotal, sino de Galilea.
Creados
por el amor y para la comunión con el amor que es Dios, recibimos de Dios sus
dones, para que nos ayuden en el camino y alcancemos felizmente la meta
bienaventurada, pero el hombre, en su necedad, constantemente se olvida de su
destino y se enreda en los dones, haciendo fines de los medios llamados a
desvanecerse en cuanto cumplen su cometido.
Ante
las necesidades concretas de su Iglesia, Dios, suscita dones y carismas que la
edifiquen y la purifiquen; y aunque las normas y las instituciones eclesiales
son obra suya, llama y envía en ocasiones a un irregular en su nombre como
hacía con los profetas. En toda la historia de la Iglesia se da, pues, esta
dialéctica entre Institución y Carisma, como se dio también en el Antiguo
Testamento. El paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del
pueblo. La jerarquía tiene la
responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios,
por lo que necesita una vigilancia constante en sintonía con su voluntad. San
Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta responsabilidad, cuando
dice que los fariseos y legistas, al no acoger el bautismo de Juan, frustraron
el plan de Dios sobre ellos. (cf. Lc 7, 30).
Al igual que en la encarnación del Hijo de Dios en la
debilidad humana, al hombre le cuesta siempre aceptar a sus enviados; se
escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados
por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En
el mundo se dice: Cristo sí, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación
golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre.
Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios, es fiel
al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos.
En ocasiones también el enviado, como san Pablo, se queja
de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le relativizan sus
dones. Dios es grande en la debilidad. Eso debe bastarle. Así, la fe brilla en
la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su
poder.
Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la
pregunta del Evangelio: « ¿De dónde le viene esto? », pero eso, supone
reconocer la presencia de Dios y por tanto obedecerle, por lo que con
frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen
de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como
dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».
El profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de
su voluntad, les recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Si se obstinan
en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero además se les ofrece la
gracia de arrepentirse y vivir.
El segundo problema que presenta esta palabra, es
quizá más grave, y consiste en reducir la inmensidad del plan amoroso de Dios,
al que nuestra carne y nuestra pequeña razón son capaces de forjar. Israel, no sólo tiene
dificultad en aceptar al Mesías concreto elegido por Dios, sino sobre todo, rechaza
la salvación concreta que Cristo se apresta a realizar: Mientras las
expectativas del pueblo se centran en que Dios remedie la situación de
postración, de explotación, y de sometimiento a la injusticia y la corrupción
de Roma, se encuentra frente al “año de gracia del Señor”, ante el que, en
primer lugar, el pueblo mismo debe convertirse de la perversidad de sus pecados
y poner su corazón en Dios. El mismo Juan Bautista, se ve arrollado por el
torrente inaudito de la misericordia divina que le deja perplejo. Nadie puede
parapetarse en su pretendida justicia de ser hijo de Abraham, ni en su
privilegio de pueblo elegido, rechazando la gracia y la misericordia que le son
ofrecidas gratuitamente de parte de Dios. La venganza y la justicia que esperan
sobre sus enemigos exteriores, lo será de la opresión del pecado y del diablo,
que Cristo asumirá en sí mismo ofreciéndose por todos los hombres en la cruz: “No me quitan la vida, la doy yo
voluntariamente.”
Cristo, con su presencia, muestra la misericordia de Dios y
su juicio como dijo el anciano Simeón: «Este
está puesto para caída y elevación de muchos; signo de contradicción».
Comentar este famoso pasaje de Isaías, le hubiese resultado
muy sencillo a cualquier predicador para enardecer a sus oyentes, aprovechando
el texto que habla del: “día de
venganza de nuestro Dios”, pero Cristo, que no busca la estima de la
gente ni su propia gloria, sino el bien, y la verdad, en lugar de una lectura fácil, sentimental y
falsa de esta palabra, con un discurso nacionalista que enardezca su espíritu
patriótico y sus ansias de justicia y de venganza de sus opresores romanos,
omite esta segunda parte del oráculo. “La
venganza de nuestro Dios”, no lo será sobre los enemigos exteriores, sino
sobre los que esclavizan el corazón de su pueblo, y del mundo entero; liberación
de la esclavitud al diablo, que es consecuencia de sus pecados. Para eso tendrá
que perdonar el pecado entregándose a la muerte y una muerte de cruz. Esta
venganza va a recaer sobre Cristo, para lavar nuestros pecados con su sangre,
venciendo a Satanás. Cristo entrará solo en el lagar, para pisar las uvas de la
“furiosa cólera de Dios.”
La resistencia de su pueblo a convertirse y creer en
Cristo, apoyándose en la engañosa seguridad de su condición de pueblo elegido,
raza de Abraham bajo la protección de la presencia de Dios en medio de ellos y de
su Templo, debe ser derribada por
Cristo. En tiempos de Eliseo, Dios curó a un extranjero de la lepra y no a los
leprosos de Israel; en tiempos de Elías, tiempo de hambre, Dios alimentó a una
viuda extranjera y no a las de Israel. Los privilegios de ser el pueblo
elegido, son los de ser los primeros en ser llamados a conversión, pero no los
de estar exentos de convertir su corazón a Dios: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de
mí.”
También nosotros, por adopción, hemos heredado esta bendición
de Dios, hemos recibido la llamada y las promesas, y se nos ha hecho el don de
su gracia, de su Gloria, y de la Iglesia, pero eso, no sólo no nos exime de la
conversión constante a su voluntad, sino que nos empuja a ella con la fuerza
del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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