Entropía cósmica[1]
Según
los cosmólogos, después de aquella explosión inaudita de energía que produjo el
tiempo el espacio y la materia, comenzando así el viaje sideral del universo, unos
trece mil setecientos millones de años antes de que naciéramos, dispersándose y
enfriándose ininterrumpidamente, alcanzará el límite de su degradación
energética, -anunciadora de lo precario de su esplendor- y una vez haya perdido
todo su potencial en acto, y las estrellas apagándose, hayan dado paso a sus gigantes
rojos, nebulosas planetarias, enanas blancas y negras, y hasta las últimas
partículas de luz y los mismos agujeros negros se hayan convertido en
radiación, las tinieblas se adueñarán de nuevo del gélido y profundo abismo,
disolviéndose entonces, así mismo, la flecha del tiempo.
El
exuberante cosmos habrá dado de nuevo paso al estéril, estable e inamovible caos,
y la anomalía temporal de la materia, en la que se engendró la vida, habrá sido
completamente inútil, sin posibilidad alguna de ser recordada, hasta el punto
de poder quedar reducida a la duda absoluta de haber existido. Quizá nosotros
mismos, nos encontramos envueltos en la mayor alucinación global jamás soñada,
del existir, según aquel orden calderoniano de pensamiento, por el que la vida
es ilusamente sueño, y los sueños, ilusamente, sueños son, sin posibilidad
alguna de un despertar, más que al no ser.
Contrariamente
a esta aparente paradoja, no podemos olvidar la existencia, de un instante
trascendental de inflexión, ineludible, en el que la irrupción del espíritu,
encontrando la materia viviente y fecundándola de albedrío, entendimiento y
voluntad, la capacitó para su encuentro personal con su Creador. De él recibió
la revelación de su diseño amoroso, por el que la creatura una vez raptada del
colapso cósmico y rescatada del drama histórico de su libertad, sea conducida al
seno de su eterna predestinación bienaventurada, dando sentido así, a tanta
magnificencia y esplendor de lo creado, en cuyo fruto perdurable y glorioso, ha
querido involucrarse a perpetuidad el Verbo divino, su creador.
Nuestro
pretendido orden racional con el que concatenamos ideas, pensamientos, juicios
y acciones, en la construcción de un mundo “civilizado” a nuestro antojo, con
calidad de vida y estado de bienestar, no deja de ser, en realidad, sino el
intento de un cierto desorden perturbador del orden natural, finalizado a
conducir hacia la nada lo que de ella procede, por medio de la “entropía cósmica.”
Mientras tanto, olvidamos el orden sobrenatural de nuestra edificación en el
amor, que procedente de Dios, tiende a alcanzarlo eternamente.
Nuestro
universo espacio-temporal, providencial anomalía[2] de la materia, no es por
tanto “la respuesta”, sino el vehículo predestinado por la fecundidad difusiva
del Bien supremo que llamamos Dios, y Amor, para llevar muchos hijos a la
gloria (cf. Hb 2, 10).
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