Domingo 4º de Cuaresma A Laetare:
(1S 16, 1.4.6-7.10-13; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41)
Queridos hermanos:
Este
domingo contemplamos una nueva imagen del Bautismo, como proceso progresivo de
crecimiento en la fe: Como veíamos en la Samaritana, el ciego pasa de
considerar a Cristo como “ese hombre” a reconocerlo después como “profeta”,
como maestro, reconociéndose así mismo “discípulo”, y finalmente como “Señor”,
postrándose ante Jesús.
Hoy, la
figura del Don de Dios, no es el agua viva, sino la luz, y lo que ella
representa para el hombre que se encuentra en tinieblas y sombras de muerte por
el pecado.
Jesús se
hace hoy el encontradizo con un “ciego de nacimiento”, y al preguntarle
a Jesús acerca de la causa de su ceguera: “¿Quién
ha pecado?”, Jesús responde que
esta enfermedad no tiene relación con el pecado, sino con el plan salvífico de
Dios: “Es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Dice un
tárgum (Neophyti I, II, Éxodo 66-80): “¿qué
mal hizo Isaac para volverse ciego?” Sabemos en efecto, que cuando Isaac
fue viejo no era capaz de distinguir a sus hijos, y dio la bendición a Jacob,
en lugar de dársela a Esaú (Ge 27, 1-45). Y responde el targum: “es que
cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, porque aceptó ser sacrificado, vio
la perfección del cielo. Su fe, le abrió el cielo a sus ojos. Y como el
hombre no puede ver el cielo, ni puede ver a Dios, se volvió ciego”. En
este ciego de nacimiento, la ceguera va a ser el instrumento de su apertura a
la fe, abriendo los ojos de su corazón a la contemplación de la gloria de Dios.
Cristo ha
venido a dar esta luz a los ciegos de nacimiento, que como nosotros, pueden
decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”.
Para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios
sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la
misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra
ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais
pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece”. No basta
solamente tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella como
decíamos el domingo pasado; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz
que se ha acercado a nosotros.
Con la
“luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la
sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree
en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no sólo tiene la virtud de iluminar al
creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor, cuyo fruto es
toda bondad, justicia y verdad, como dice la segunda lectura. En el corazón del
cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor
en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator”. Luz, también para iluminar a
otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, como dice la
primera lectura, sin quedarnos en la apariencia de las cosas.
En cuanto el ciego
de nacimiento del Evangelio ha tenido el encuentro con Cristo después que le ha
curado, aún sin haberle visto, gracias al encuentro de la fe, ya puede
iluminar a otros como sucedía también con la samaritana: « Si éste no
viniera de Dios, no podría hacer nada.» Si al menos los judíos hubieran reconocido a Jesús como el Cristo, se
habrían convertido, hasta que Dios se les hubiese manifestado como al ciego:
“Yo Soy”.
En aquella otra
parábola, sin la luz del discernimiento, el fariseo solo ve un publicano
despreciable, mientras que en el corazón quebrantado y humillado del publicano,
penetra la luz de Dios para justificarlo, porque la mirada de Dios no es como
la de los hombres.
Que el Señor nos conceda en la Eucaristía y en esta Cuaresma ojos para ver, oídos para oír, y corazón para convertirnos a él.
Proclamemos juntos
nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario