Miércoles 5º de Cuaresma
Dn 3, 14-20.91-92.95; Jn 8, 31-42
Queridos hermanos:
El
mundo es libre para negarse al bien y hacer el mal, pero su esclavitud al
diablo, consecuencia del pecado, le impide negarse a sí mismo por amor. Esta
libertad para poder amar, tiene que recibirla de Cristo, por la fe, que le
obtiene el Espíritu Santo y el amor de Dios: “Si guardáis mi palabra conoceréis la Verdad y la Verdad os hará
libres”.
Hay una libertad, o mejor llamémosla albedrío
para actuar a nivel carnal, pero la libertad del espíritu que trasciende el
mundo natural y se adentra en lo sobrenatural del amor de Dios, requiere del
“conocimiento” de la Verdad que se nos ha manifestado en Cristo, como entrega
misericordiosa de Dios, para deshacer la mentira primordial del diablo.
Quien
engendra en nosotros el pecado no es Dios sino el diablo, padre del pecado y la
muerte. Un hijo muestra la naturaleza del padre, como el árbol, a través de sus
frutos. Hemos escuchado que Cristo en el Evangelio, llama a los judíos que
habían creído en él, hijos del diablo. Pero como decimos que la fe en Cristo
hace hijos de Dios, podemos deducir que, entre el primer acto de creer y la fe,
media todo un camino que recorrer; toda una transformación, un proceso que debe
realizarse para pasar de ser hijos del diablo a ser hijos de Dios. Esa transformación será visible a
través de nuestras obras, que deben pasar del ser obras de muerte, de pecado, a
obras de vida, de amor, como las de Cristo: “Sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos.” Ser hijos del diablo consistirá en que el
pecado viva en nosotros y como aquellos judíos: “Queréis matarme a mí que os he dicho la verdad”. En efecto la obra
del diablo es el pecado que mata a Dios en nosotros, y la obra de Dios es el
amor que nos salva.
Entre el creer y el amar hay todo un camino que recorrer, como entre la fe y la fidelidad, que san Juan señala claramente: “A todos los que recibieron (la Palabra) les dio poder de hacerse (llegar a ser) hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (cf. 1, 12); Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (8, 31-32). Si el que comete pecado es un esclavo, la liberación del pecado introduce en el ámbito del amor, propio de los hijos de Dios, que permanecen en la casa del Padre para siempre.
Que
así sea.
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