Domingo 8º TO A (ver Dgo 18 C; lunes 29)
(Is
49, 14-15; 1Co 4, 1-5; Mt 6, 24-34)
Queridos
hermanos:
Por la experiencia de muerte que todos
tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro
corazón, como le ocurre al pueblo en la primera lectura, y si Dios se eclipsa
en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar
nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a
atesorar dinero. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente
el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable,
ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea
el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.
A Dios hay que amarlo con todo el
corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra
nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no
le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de
normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e
Isaías: “Este pueblo me honra con los
labios pero su corazón está lejos de mi.”
Todo en este mundo es precario, pero no
Dios. Enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no
pasa, y en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no sacaban
ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor
al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en
limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”.
Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos: “Conversio
a Deo, aversio ad creaturam” diría santo Tomás, a cuya cabeza está el dinero,
que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado
joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de repartir, pero prefiere
atesorar.
Los dones de Dios en un corazón idólatra
se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra
vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene
una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que
requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una
vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de
Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta,
requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo
entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?
Buscar el
Reino de Dios, es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado
en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá,
pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.”
En el Señor está la verdadera seguridad.
“Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”
Proclamemos
juntos nuestra fe.
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