Nuestra Señora de Lourdes
Is 66, 10-14; Jn 2, 1-11
Queridos hermanos:
En esta fiesta de la
Virgen María, el Señor nos habla de su amor con su pueblo, mostrándonos sus
entrañas de misericordia, en las que los exégetas han visto plasmada la
maternidad divina, de forma que decir Dios Padre Misericordioso, equivale a
decir Dios Padre y Madre.
El Evangelio nos
muestra en esta primera señal, la anticipación de aquella sangre con la que
realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente
con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el
vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna,
entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, quien derramará en el
corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta, y la alegría del
perdón y la misericordia. Así la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida,
sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá
enriquecido.
El que Cristo acuda a estas bodas con su
madre, puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de
vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos, anuncia, además, una
nueva familia y una nueva vida, en la que después del bautismo es conducido por
el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente
sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que
viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado
de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al
árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”,
María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado,
representada por el discípulo: “Mujer,
ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra
madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador
y la gracia.
Como a los criados,
también a nosotros, María nos dice: “Haced lo que él os diga”. Pero Cristo ha
dicho a los sirvientes: “Llenad las
tinajas de agua”. Esto es algo, que estaba en su capacidad, nada importante
ni trascendente que puede parecer irrelevante, e incluso sin ningún sentido en
aquel trance. Por supuesto, es Cristo quien iba a derramar su sangre para
traernos el vino nuevo, pero a nosotros se nos pide, apenas, prepararle el
agua. También en nuestra vida, Dios puede pedirnos cosas que no comprendemos, y
si no estamos dispuestos a sacrificar nuestra razón, no dejamos actuar al Señor,
que quiere transformar nuestra agua en el vino nuevo de su amor.
Que así sea.
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