Domingo 24º del
TO B (cf.
Jueves 32; dgo. 12 C)
(Is 50, 5-10; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35)
Queridos
hermanos:
Dios se hace presente en este mundo,
en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres
una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus
discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas
difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del momento. Sólo con la
venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio
de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor de amor, de la
misericordia divina: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da
la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres
el Cristo”, que Mateo completa: “El
Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte
y resurrección, añade: “Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”
El Padre revela a través de Pedro la
fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, a Cristo, su misión de Siervo del
que habla la primera lectura, en cuya entrega se complace el Padre: “Era
necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”…
Pedro es pues investido por Cristo, de
las prerrogativas de Mayordomo de la Casa de Dios cuyo distintivo son las
llaves, como Eliaquín en el palacio de David, (Is 22, 20-22); de las del Sumo
sacerdote Simón hijo de Onías, (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón
hijo de Juan, Jn 1, 42), que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); y de
las del Sumo sacerdote Caifás, Kefa, (Cefas), de pronunciar el nombre de Dios
el día del Yom Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”
Esta designación de Pedro, parte de la
elección divina gratuita que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo
era lícito al Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo,
fundamento de la nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad
mesiánica, escatológica, que comienza a existir.
Por eso, “Cefas”, sustituye a Caifás,
cuya función queda tan obsoleta, como su culto en el templo de Jerusalén, una
vez que la Presencia de Dios lo abandona, rasgándose el velo del Templo de
arriba abajo. Desde aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo
no fue blanqueado.[1] Precisamente, el nuevo sacerdocio se inicia
fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y
ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo,
viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús
de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo”.
Pedro por inspiración de Dios va a
recibir el "primado" en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret:
Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se
va a cimentar la Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del
primado en el gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de este primado la
recibirá, cuando haya profesado por tres veces su amor a Cristo (Jn 21, 15-19).
Dios desvela a los discípulos la
persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, que Zacarías
anuncia como, fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de
un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único”, que en el
Evangelio se revela como: “Hijo del Dios vivo”. De su costado abierto, manarán
como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”, en el que la Iglesia ve
anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.
La dialéctica entre muerte y vida, introducida
en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo
asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea
recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en
la cruz de Cristo Jesús. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas
saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo
crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a él mediante
la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago en la
segunda lectura.
Proclamemos juntos nuestra fe.
[1] F. Manns Introducción al
judaísmo, cap. V p.73: En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a
las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era
echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era
sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se
transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos
como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que
cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió
blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una
sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes
significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión (Pascua)
de Jesucristo. Es el talmud quien lo dice.
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