Domingo 32º del TO C
(2M 7, 1-2. 9-14; 2Ts 2,16-3,5; Lc 20, 27-38.)
Queridos hermanos:
Hemos escuchado a
Cristo en el Evangelio, afirmar el hecho de la resurrección, frente a aquellos
que dudaban del poder de Dios y no comprendían las Escrituras. Ya en el Antiguo
Testamento encontramos testimonios de resurrección en Elías y Eliseo, como
también en el Nuevo, se nos relatan tres por parte de Cristo, y también una por
parte de Pedro y de Pablo.
La fe de la Iglesia,
con todo, no se basa en esos hechos milagrosos, sino en la Resurrección de
Cristo, anunciada en los Evangelios y testificada por los apóstoles, que no
consiste en un mero retorno a esta vida, sino en una resurrección gloriosa del
cuerpo, a una vida nueva en la que ya no habrá muerte, y la condición humana
será espiritualizada (serán como ángeles), aunque conservando el mismo cuerpo.
En la Virgen María se
da una doble excepción tanto en su redención como en su resurrección,
anticipándose al resto del Cuerpo, a excepción de Cristo, la Cabeza.
Para nosotros, la
resurrección prometida por Cristo, el último día, es todavía objeto de
esperanza, fundada en la resurrección de Cristo, como lo fue para los macabeos
de la primera lectura, aunque se haya realizado ya místicamente en nosotros por
el Bautismo, como afirma el Nuevo Testamento: “Sepultados con Cristo en el
bautismo, con él también habéis resucitado” (Col 2, 12).
San Juan nos dice cómo
podemos saber si realmente hemos resucitado con Cristo: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, si amamos a los
hermanos”. Sabemos también, si somos ya hijos de Dios, si amamos a nuestros
enemigos.
Hoy la Palabra nos
invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál
tenemos ya por la fe, una “firme esperanza” como la de los macabeos; una “esperanza
dichosa” como dice la segunda lectura, porque será una vida con Cristo, en
Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos”,
decía san Pablo, ni todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios
(cf. Mt 22, 28 y Mc 12, 24), y el Maligno se sirve de aquellos a quienes
engaña, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe.
Necesitamos por lo
tanto, ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” -decía san
Pablo-, en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que
supone la vida de fe, para alcanzar a ser dignos de la Resurrección y tener
parte del mundo venidero, en el que no existirá la muerte como nos ha dicho el
Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del
Señor como ángeles en el cielo.
En efecto, Dios creó a los
ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de
colaborar con él en la creación de otros hombres; con la capacidad de
transmitir la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el
número de los hijos que Dios quiso llevar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “muchedumbre inmensa que nadie podía contar”
(Ap 7, 9), y para eso lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se
complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la sexualidad
dejará de ser fecunda, y seremos como ángeles en los cielos.
Recuperaremos nuestros miembros como decía la primera lectura, para vivir
en comunión con los santos, y en una unión virginal, con el Señor que se nos
entregará en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.
Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de
nuestra firme esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la
obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y
consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el
combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.
Por la fe, vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha
sido prometida, que está operante en nosotros, que recibiremos en plenitud en
la Resurrección, y que la Caridad, visibiliza ya ahora como garantía de la vida
nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones, y
la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía.
Proclamemos juntos
nuestra fe.
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