Jueves 34º del TO
Lc 21, 20-28
Queridos hermanos:
Ante el Adviento, la Iglesia concentra
su atención en la contemplación de la venida del Señor, y unida al Espíritu lo
invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!
Esta palabra centrada en la venida del
Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “vendrá a su templo el
Señor... será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo
contaminado con la abominación de la desolación, será arrasado y con él,
Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así también en la última
venida del Señor, no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los
ídolos y de la corrupción a que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida
intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría no
sea que la purificación nos traiga como consecuencia nuestra destrucción.
En
efecto
“vienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales”
terribles en el cielo, que llenarán de “angustia, terror, y ansiedad” la tierra. Será
misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra
han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo.
A la agitación
de la naturaleza, seguirá el retorno del
“Germen justo, el Señor nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo;
“verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.
Después, el combate contra los enemigos
habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá
pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor
y en pie lo acogerá.
Excitar el deseo de su venida, es la
obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da
sosiego en la separación sino el esperar. Indiferente a cualquier otro
estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar, y su
complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido del triste desamor o amor
de sí, el Amor busca al amado para perderse, y se pierde para encontrarlo. Lo
llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca, llenándolo de sí.
¡Ven Señor!
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