El hombre y el tiempo

El hombre y el tiempo

         Llamamos tiempo al concepto instrumental imprescindible y maravilloso, con el que medimos el devenir de cualquier entidad situada entre los puntos alfa y omega de la realidad, llamada a la existencia y a la plenitud por el Ser, eterno y creador. Es pues esta tensión a la que todo está sometido, la que da origen al tiempo, que como una burbuja o anomalía en la eternidad, se desvanecerá como el devenir mismo, cuando Dios sea todo en todo.

      Todos tenemos experiencia del ser y del devenir. Todos tenemos un principio y nos encaminamos a una plenitud, por lo que Parménides y Heráclito deben darse la mano como buenos colegas cuando hablamos del tiempo. Según este esbozo provisional de una definición del tiempo -siempre peligrosa como decía Erasmo-, no podemos considerarlo como un ente propiamente dicho, y es por eso posible aplicarle cualquiera de las propiedades de los mismos, cosa que no podemos hacer con alguno en concreto, limitado como está en su esencia y sujeto a una existencia particular.

        El tiempo, del que constantemente hablamos y al que impropiamente atribuimos cualidades tan contradictorias como bondad o maldad, alegría o tristeza y magnitudes de brevedad o largueza, rapidez, lentitud, calidez o frialdad; esencia o existencia, sólo puede ser captado, o podríamos decir creado, por la conciencia, el alma o el espíritu humanos, protagonistas de la historia y receptores a su vez de la entidad y la relación, propias del Creador. Cuanto nos parece la más sólida realidad, las cosas más consistentes, tienen en el tiempo un disolvente que las relativiza absolutamente: El presente se nos deshace entre las manos, y con él la realidad se va transformando en recuerdo hasta su total aniquilación. Creador y criatura, uncidos en Cristo, al yugo del tiempo, avanzan en su albedrío, al predestinado encuentro en el que al fin será consumado. Siendo un concepto tan socorrido en el lenguaje, es sorprendente la facilidad con la que puede ser sustituido e incluso eliminado de cualquier expresión, como dando razón a quienes aseveran su inexistencia. En su intangibilidad puede soportarlo todo, hasta el punto de poder atribuírsele una progresiva negatividad y degradación: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”.

        Instante, momento, lapso, periodo, era, o eón, el tiempo, al que podemos denominar andamio metafísico del ser participado de la criatura, ajeno y a la vez poseedor de toda dimensión, hace referencia siempre, hemos dicho, a la tensión del hombre hacia su plenitud, mediante la realización de las promesas divinas y el cumplimiento de las profecías, que lo harán innecesario y prescindible. Su principio coincide con la creación, su plenitud con la redención y su final con la deificación, por la que la criatura, alcanzando la meta de su inserción libre en la eternidad divina, disuelva la anomalía de su misteriosa entidad.

     Para poder valorar el tiempo, es necesario que la vida tenga una dirección y una meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre sumergido en el tiempo un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo deviene historia que brota de la libertad y la llamada por la que el hombre debe ponerse en marcha en seguimiento de la promesa.

Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. En Cristo, el hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de una existencia ensimismada, y entra en el cosmos de la historia; ordenándose  en el Ser del Amor. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor y de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía. El tiempo de Cristo, lo es de misión y de misericordia: año de gracia del Señor que es necesario discernir antes que llegue el tiempo inexorable de la justicia.

          El libro del Eclesiástico (3, 1-8) habla de diferentes tiempos: Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir;  su tiempo el plantar,  y su tiempo el arrancar lo plantado.  Su tiempo el matar,  y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir,  y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír;  su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser; su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar, y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra, y su tiempo la paz.

  "El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad". Deus Charitas est, 6.

         Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo, no es más que sueño, del que un día, a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino.

         La Escritura, cuando trata de cosas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, las enmarca todas en “el tiempo”. Cuando Jonás va a Nínive, el tiempo se concreta en un breve espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, llega a su perfección en la historia; alcanza su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha alcanzado su meta en Cristo. Ha llegado el Mesías, la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.

        El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Llega el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico o cartesiano y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y hay que acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”

     La Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios es. “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” Esta vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta que llega la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”

     El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

     El tiempo presente y la relación con nuestros semejantes, son componentes esenciales para configurar nuestra relación perdurable con Dios en el amor: "Combate el buen combate de la fe y conquista la vida eterna.”

      La Eucaristía, que como dice el Papa Francisco en su encíclica: Laudato si (238), es un acto de amor cósmico, que une el cielo y la tierra, penetrando y abrazando todo lo creado, inserta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu: “El que come mi carne tiene vida eterna”.

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