La luz

La luz
          El misterio que representa la luz para los sabios de este mundo, viene también acompañando la Revelación, que llega a presentarla como la misma esencia divina: “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, con la que Cristo mismo se identifica en el Evangelio: “Yo soy la luz”, y cuya naturaleza que lleva en sí una misión, comunica a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo”
Ya desde el Principio, en el que Dios: “Bonum diffusivum sui”  comenzó a realizar su proyecto de “llevar muchos hijos a la gloria” (Hb 2, 10), accionando el interruptor cósmico que los astrónomos llaman “Big Bang”, “dijo Dios: «Hágase la luz», y la luz se hizo, y, vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas; y llamó Dios a la luz «día», y a las tinieblas las llamó «noche» (Ge 1, 3-5).
Así comenzó Dios a comunicar su naturaleza, que la Escritura llama también amor, y que constituye el ADN de la creación entera, llamada a fundirse, sin mezclarse, con el Amor que está al origen del Universo y lo crea
El ser humano para el que todo estaba destinado como vehículo que lo condujese al Amor, debía ser dotado del bien más precioso y delicado que los mismos ángeles pudieron creer como exclusivo de su perfección, y que daría comienzo al drama apasionante de la historia, y en previsión de su “libre albedrío”, y viendo Dios que el hombre aún no estaba capacitado para recibir su luz, como dice un comentario rabínico, tuvo que ocultarla bajo su trono hasta que llegara El Mesías que traería en sí la luz del mundo, y mientras tanto: “Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para regir el día, y el lucero pequeño para regir la noche, y las estrellas; y los puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar la tierra, y para regir el día y la noche, y para apartar la luz de las tinieblas” (Ge 1, 16-18).
El hombre debería continuar su caminar bajo estas luces que alternan su existir con las tinieblas, en espera de la luz indeficiente que no conoce el ocaso y que rasgará las tinieblas de la noche, como sucedió en figura en la noche de Egipto, cuando Dios irrumpiendo en medio de la oscuridad, la transformó en luz y en vigilia de esperanza, como signo de su añorada promesa de confundir a los enemigos y alumbrar a los hijos con la fe de su gracia. Los egipcios: “No se veían unos a otros, y nadie se levantó de su sitio por espacio de tres días, mientras los israelitas tenían luz en sus lugares de residencia” (Ex 10, 23). Una magnífica luz brillaba para tus santos que habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Ley (Sb 18, 1. 4).
No debían, pues, olvidar su luz, sino añorar el don que les estaba destinado y que aguardaba para manifestárseles desde el cielo como espíritu septiforme que los conduciría a través del desierto del espacio y del tiempo a su verdadera patria: “Harás sus siete lámparas, que colocarás encima (del candelabro) de manera que den luz al frente.” (Ex 25, 37).

Impetrada por sus amigos, la luz acudiría en su ayuda frente a quienes ignorándola se enfrentarían a su amor y a su fidelidad tocando a sus ungidos: «Hiere a esa gente con una luz cegadora.» Y los deslumbró, conforme a la palabra de Eliseo (2R 6, 18).

          A algunos justos les fue concedida su visión, cuando permaneciendo fieles en medio de las pruebas y las tribulaciones, fueron enriquecidos en la esperanza que no defrauda, y fortalecidos en la paciencia. Y mientras su fe suplicaba un auxilio terreno, les fue concedida, sobre todo, una gracia eterna: “Estoy ciego y no puedo ver la luz del cielo; yazgo en tinieblas como los muertos, que no contemplan la luz (Tb 5, 10). Fue oída en aquel instante, en la Gloria de Dios, su plegaria, y fue enviado Rafael a curar a Tobit, para que se le quitaran las manchas blancas de los ojos y pudiera con sus mismos ojos ver la luz de Dios” (Tb 3, 16-17).
          La fe, que trasciende las capacidades finitas de la mente, gime a través del Espíritu de amor, y penetra con la súplica los misterios de Dios ocultos a la carne mortal, alcanzando la omnipotente y misericordiosa luz: ¡Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro! (Sal 4, 7). Da luz a mis ojos, no me duerma en la muerte (Sal 13, 4). El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 27, 1). En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz (Sal 36, 10). Envía, Señor, tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo (Sal 43, 3). Fueron tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro, los que  conquistaron la tierra; no su espada, ni su brazo el que les dio la victoria, porque tú los amabas (cf. Sal 44, 4). Rescataste mi vida de la muerte,  para que marche en la presencia de Dios iluminado por la luz de la vida (Sal 56, 14). ¡Señor, Dios mío, qué grande eres!  Vestido de esplendor y majestad, la luz te envuelve como un manto (Sal 104, 1-2). Lámpara es tu palabra para mis pasos,  luz en mi sendero (Sal 119, 105).
          En el momento de la prueba, también sus elegidos deberán, como su Cristo, someterse a la amargura de la ausencia y el abandono, como semillas, que fructificarán después en la obediencia saludable de la misericordia: Me ha llevado, el Señor, y me ha hecho caminar  entre tinieblas y sin luz (cf. Lm 3, 2). Pero la luz despunta para el justo, y el gozo para los rectos de corazón (Sal 97, 11). Porque la orden del Señor es lámpara y su enseñanza es luz, y son camino de vida las reprimendas que nos corrigen (Pr 6, 23). La lámpara del malvado se apaga, mientras la luz de los justos luce alegre (Pr 13, 9). Por las fatigas de su alma, verá (mi Siervo) luz, se saciará (Is 53, 11).
          Vana es, en cambio, la apariencia del malvado que se apoya en la contingencia de este mundo que pasa, y se deja deslumbrar por sus engañosos destellos: La luz del malvado se apaga, el fuego en su hogar ya no brilla. En su tienda se extingue la luz el candil que lo alumbra se apaga (Jb 18, 5-6). Ciertamente extraviamos el camino de la verdad, no nos iluminó la luz de la justicia, ni salió el sol para nosotros (Sb 5, 6).
A la admirable compañía del amor y de la luz se une la sutil sabiduría, claridad de la mente y guía de la voluntad, estancias del corazón de la persona y su verdad: Vi que la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas (Ecle 2, 13). La quise más que a la salud y a la belleza y preferí tenerla como luz porque su claridad no anochece. Es reflejo de la luz eterna, espejo inmaculado de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Comparada con la luz, sale ganando, porque cierta luz deja paso a la noche, pero a la sabiduría no la domina el mal. (cf. Sb 7, 10. 26. 29-30). Dotado de inspiración divina, posees luz, inteligencia y una sabiduría extraordinaria (Dn 5, 14). Aprende dónde está la sensatez, dónde la fuerza, dónde la inteligencia para aprender aún más, dónde la larga vida, dónde la luz de los ojos y la paz (Ba 3, 14). «Bendito sea el Nombre de Dios por los siglos de los siglos, Él revela honduras y secretos, conoce lo que ocultan las tinieblas, y la luz le acompaña (Dn 2, 20.22).

          Dichoso el hombre que la encuentra y la hace suya, “porque la luz del Señor iluminará su camino. Si pone en práctica (las enseñanzas del Señor), en todo será fuerte (Eclo 50 29.31).

















El ansiado don se hace esperanza que se derrama en profecía. El que viene está cerca, el esperado se anuncia, y se desborda el gozo: “Las entrañas de misericordia de nuestro Dios, harán que nos visite una Luz de lo alto (Lc 1, 78). A los que vivían en tierra de sombras, una luz les brilló (Is 9, 2). El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz, y a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido (Mt 4, 16). La luz de Israel vendrá a ser fuego, y su Santo, llama; arderá y devorará su espino y su zarza en un solo día (Is 10, 17). Yo, El Señor, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42, 6). ¡Arriba (Jerusalén), resplandece, que ha llegado tu luz y la gloria de Yahvé sobre ti ha amanecido! Caminarán las naciones a tu luz y los reyes al resplandor de tu alborada. No será para ti ya nunca más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás al Señor por luz eterna, y a tu Dios por tu hermosura. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna, pues El Señor será para ti luz eterna, y se habrán acabado los días de tu luto (Is 60, 1.3.19-20). Dios conducirá a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su misericordia y su justicia (Ba 5, 9).
Y la Palabra se hizo carne. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe: “Ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz para que todos creyeran por él. Juan era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz (Jn 5, 35). No era él la luz sino quien debía dar testimonio de la luz  La Palabra era la luz verdadera (Jn 1, 4-9).
Y la Palabra se manifestó a los hombres y dio testimonio de la Verdad: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz creed en la luz para que seáis hijos de luz (Jn 12, 35-36). Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas (Jn 12, 46).Se les presentó el ángel del Señor, la gloria del Señor los envolvió en su luz y se llenaron de temor (Lc 2, 9).

Cristo ha venido a dar la luz a los ciegos de nacimiento, que como nosotros, pueden decir con el salmo “en la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Pero para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís, vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41). No basta solamente tener delante el agua, hay que beberla, sumergirse en ella; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros.
Jesús se hace el encontradizo con un “ciego de nacimiento”, y al preguntarle a Jesús acerca de la causa de su ceguera: “¿Quién ha pecado?”, Jesús responde que esta enfermedad no tiene relación con el pecado, sino con el plan salvífico de Dios: “Es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Dice un targum [1]: “¿qué mal hizo Isaac para volverse ciego?” Sabemos en efecto, que cuando Isaac fue viejo no era capaz de distinguir a sus hijos, y dio la bendición a Jacob, en lugar de dársela a Esaú[2]. Y responde el targum: “es que cuando Isaac estaba amarrado sobre el altar, porque aceptó ser sacrificado, vio la perfección del cielo. Su fe, le abrió el cielo a sus ojos. Y como el hombre no puede ver el cielo, ni puede ver a Dios,  se volvió ciego”. En este ciego de nacimiento, del Evangelio, la ceguera va a ser el instrumento de su apertura a la fe y a la salvación, abriendo los ojos de su corazón a la contemplación de la gloria de Dios. En cuanto el ciego ha tenido el encuentro con Cristo que ha dado luz a sus ojos, aún sin haberlo visto, ya puede iluminar a otros como sucedía también con la samaritana: « Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.» Aquel fariseo de la parábola (Lc 18, 9-14), sin la luz del discernimiento, solo ve un publicano despreciable, mientras que en el corazón quebrantado y humillado del publicano, penetra la luz de Dios para justificarlo.
Cuando la luz es rechazada, el hombre es emplazado a juicio: “Y el juicio está en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 19-21).
A cuantos la reciben, en cambio, les da el poder hacerse hijos de Dios y los constituye en luz. Con la “luz”, sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe, no solo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor. En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz. Luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator Spiritus”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, sin quedarnos en la apariencia de las cosas: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 14-16). Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor (Ap 21, 24). No habrá necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos (Ap 22, 5)

Si la luz ha llegado a nosotros, escuchemos, pues, al apóstol: Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rm 13, 12). En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y  no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas,  pues, al ser denunciadas, salen a la luz, y todo lo que queda manifiesto es luz (Ef 5, 8-14). Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz como él mismo está en la luz estamos en comunión unos con otros (1Jn 1, 5-7). La luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza (1Jn 2, 8-10). Dios que dijo: Del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo (2Co 4, 6). El Padre os hizo capaces de participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12). Vosotros sois hijos de la luz e hijos del día (1Ts 5, 5). Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1P 2, 9). A Él, Rey de los reyes y el Señor de los señores, el único que posee inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén (1Tm 6, 15-16).

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[1] A. Díez Macho, Targum Neophyti I. II Éxodo, 66-80, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1970.

[2] cf. Gn 27,1-45

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