Viernes 8ª TO
Mc 11,
11-26
Después de su entrada mesiánica en
Jerusalén, Jesús va al Templo no como otras veces, sino como había anunciado
Malaquías: “Enseguida vendrá a su Templo “el Señor”. Quien podrá resistir el
día de su visita; será como fuego de fundidor; como lejía de lavandero”. Es
el Señor quien visita el Templo, y el tiempo de la visita del Señor es el
tiempo de rendir cuentas, es tiempo de juicio; ya no es tiempo de higos, de
sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. La razón de ser
de la higuera, de la vid, y del templo, es solamente dar un fruto, que en el
tiempo del Mesías saltará hasta la vida eterna. De igual forma, la red que
arrastra peces tendrá que sufrir el discernimiento, cuando los pescadores se
sienten para recoger en cestos los buenos y desechar los malos.
La historia camina hacia un punto omega
de plenitud en el que todo será recapitulado en Dios. El tiempo como lo
conocemos ahora se desvanecerá para dar paso a la incorporación del hombre a la
eternidad de Dios, y toda injusticia, imperfección y muerte será
definitivamente suprimida en el juicio de Dios. Su morada entre los hombres
será así purificada. Jesús anticipa proféticamente el tiempo del juicio en su “visita”
al Templo y a la higuera, como anticipó su “hora” con un signo en Caná de
Galilea. Sucede con la higuera lo que ocurrirá con el Templo, en el que el
Señor no encuentra fruto de relación con el Señor, sino idolatría del dinero,
negocio e interés: El Templo será arrasado y se secará como la higuera, “porque
no ha conocido el día de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún
ídolo comerá ya fruto de él.
El tiempo del Señor no es como el
nuestro y por eso nos llama constantemente a la vigilancia. “Velad, pues, porque
no sabéis ni el día ni la hora”. Todos nosotros hemos sido llamados a la fe
y a la oración para dar un fruto abundante y permanente y por eso esta palabra
viene a llamarnos a discernir el tiempo y el Día del Señor. En la naturaleza
los tiempos se anuncian con signos. Así también hay que discernir los signos de
la cercanía del Señor, sobre todo a través del anuncio de sus mensajeros, y en
su palabra.
El Señor ha edificado un nuevo templo en
nuestro corazón por la efusión de su Espíritu, para que en él se le dé un culto
espiritual de santidad como Padre, en Espíritu, y Verdad, y mediante la fe y la
oración, este templo debe ser purificado de toda idolatría, de forma que no se
contamine, sino que rinda sus frutos, “porque
yo quiero amor; misericordia quiero y no sacrificios”.
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