Martes 9º del TO
Mc 12, 13-17
El error de sus adversarios está
precisamente en sus corazones terrenos que consideran lo mundano como único
horizonte y lo material como único valor. Su error es su incredulidad, que les
impide descubrir en Cristo al que escudriña los corazones, y al que conoce que
la verdad y el valor del hombre se encuentran en su imagen divina y no en los
bienes terrenos que pueda poseer. Su tremendo error está en buscar su
justificación en perder a Jesús y no en creer en él.
Cristo sitúa el problema del hombre en
el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por
insignificantes, los planteamientos inmanentes: políticos, sociales, o
económicos de la condición humana, a los que se pretenda reducir el problema
del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a salvar al hombre restaurando en
él su destino eterno, la imagen de Dios, su semejanza, y no a resolver los
problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya su razón, sus leyes y sus
instituciones: “Lo de César al César”. “A quien honor, honor, a quien
impuestos, impuestos”. Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que
debería preocuparos. Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para
hacerme caer, mientras vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido
enviado: Vuestra salvación integral y definitiva.
De nada sirve solucionar nuestra vida
terrena si no hemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno.
“Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os
darán por añadidura”. También a nosotros nos llama hoy el Señor en la
Eucaristía, a centrar nuestra vida en él: “¿De que le sirve al hombre ganar
el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” Donde quiera que vaya, allí llevará sus
conquistas, sea a la muerte, o a la vida.
No
puede negarse el progreso de la comprensión que tiene el ser humano de sí mismo
y de su entorno, pero resulta
insignificante, frente al que le ha sido concedido por la revelación divina,
tanto de su valor, como de su dignidad, y sobre todo de su trascendencia. Esta
comprensión “plena” condiciona incomparablemente su existencia, frente a
cualquier otra que pueda haber alcanzado. Como ha dicho el Concilio: “Sólo el
Verbo encarnado, enseña al hombre lo que es el hombre” (cf. GS, 22).
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