Miércoles 10º del TO
Mt 5, 17-19
La ley,
por tanto, es santa, y se compendia en el amor: Amor a Dios y amor al prójimo.
Cristo la ha cumplido, la ha llevado a plenitud, y nos ha entregado su Espíritu,
para que también nosotros podamos cumplirla en el amor, pues el que ama ha
cumplido la ley entera. “El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En
efecto, lo de: No adulterarás, no
matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se
resumen en esta fórmula: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad
es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 8-10). Porque
el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente (Rm 10, 4). Cristo, unificará la ley y sus
preceptos diciendo: “Este es mi
mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Ama y
haz lo que quieras dirá san Agustín parafraseando a Tácito.
La perfección de la ley necesita de la perfección del
Espíritu para llevarla a su cumplimiento, porque la perfección de la ley es el
amor y el amor es el Espíritu, que es quien lo derrama en el corazón del
creyente. Cristo, encarnación de Dios, posee este Espíritu y puede darlo a
quienes por la fe se unen a él: “Quien se
une a Cristo, se hace un espíritu con él”, como dice san Pablo.
Cuando nuestra fe se reduce al conocimiento de Dios
recibido en la infancia: el catecismo o las clases de religión, la acción del
Espíritu en nosotros es débil y en consecuencia lo es también nuestro amor.
Fácilmente sucumbimos a la tentación. Sólo cuando nuestra fe se va
fortaleciendo, crecen en nosotros la acción del Espíritu, el amor, y el
conocimiento de Dios.
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