Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo A
Dt
8, 2-3.14-16; 1Co 10, 16-17; Jn 6, 51-59
Queridos hermanos:
En el siglo XV y frente a la Reforma
protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en
la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
En 1849, Pio IX instituye la fiesta de
la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas
fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
El sacramento de su cuerpo y de su
sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y
resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de
los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en
espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y
trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.
Superando la Ley con sus sacrificios,
incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión
definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a
los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces
dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios,
tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su
Morada entre nosotros.” Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo
de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo
a la vida: «Esta es la voluntad
de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él,
tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en
verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su
sangre, no tenéis vida en vosotros. El
que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el
último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El
espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son
vida. Comer la carne de Cristo,
entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la
salvación del mundo.
Habiendo
gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del
bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del
otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida
para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma,
así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de
nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la
vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo
al paraíso. Como dice San Pablo: “Ahora,
vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).
Si
la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de
libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la
Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el
bien de toda la naturaleza humana.
Las lecturas nos presentan
el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la
vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos
comunica vida eterna.
También la sangre de la
alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, sella con los
hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.
El rey sacerdote
Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los
creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y
alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de
la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y
eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la
fe de Abrahán.
Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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