Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo A

 Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo A

 Dt 8, 2-3.14-16; 1Co 10, 16-17; Jn 6, 51-59

 Queridos hermanos:

         Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

          Las lecturas nos presentan el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos comunica vida eterna.

 También la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

El rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

       Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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