Lunes 9º del TO (cf. Dgo. 27 A)
(2P 1, 1-7; Mc 12, 1-12)
Israel, y en especial sus jefes y ancianos,
han sido puestos por Dios al cuidado de su pueblo, que debe rendir sus frutos, en
función del mundo, como pueblo sacerdotal y luz de las gentes, ya que para eso
ha sido enriquecido de dones con amor, a través de una historia maravillosa. Ya
desde la elección de Abrahán como primera piedra de la construcción, le ha sido
anunciada la misión de que en él “serían
bendecidas todas las naciones” pero cuando se esperaba de él amor, porque
amor, con amor se paga, se ha rebelado negándose a servir.
El problema de la parábola no es su
comprensión, sino el acoger la llamada a conversión que implica el reconocer en
Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como
enviado de Dios, para ellos, más aún, como Hijo de Dios.
Por parte de los viñadores, la cuestión
está en hacer de los instrumentos para el servicio, armas para la opresión; en
cambiar el agradecimiento en rebeldía. En términos eclesiales, diríamos, en
“clericalizar” su ministerio, en pervertir la misión apropiándose de los dones de
Dios y de sus frutos.
Por parte de Dios, la parábola destaca
hasta qué punto el fruto de la viña es importante para él, que no duda en
entregar la vida de su propio Hijo, para tratar de hacer entrar en razón a sus
siervos. Paciencia, y benignidad que sobrepasan toda expectativa humana, ya que
se trata de Dios. El amor del patrón, no excluye a miembros abyectos como los
viñadores de la parábola, dándoles nuevas oportunidades de conversión. Sin duda
ese es el punto paradójico de la parábola, cuyo significado está velado a los
corazones incrédulos de aquellos impíos sumos sacerdotes, escribas y ancianos
del pueblo.
Cristo viene a cerrar la clave de bóveda
del Templo de Dios, de su revelación, y es desechado por los constructores
indignos.
Hemos dicho muchas veces que nuestra
llamada a ser cristianos no se puede separar de la misión, que como piedras
vivas recibimos para la edificación del templo consagrado al Señor, “casa de oración para todas las gentes”.
Como sarmientos debemos dar fruto, y como viñadores debemos rendirlos al Señor.
De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a
la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al
dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos
sido llamados, y estar atentos para no apropiarnos sus dones.
Que esta palabra nos ayude sobre todo a
contemplar la incomparable misericordia del Señor, que nos llama una vez más a
su viña, cuya belleza brilla en María, en la Iglesia, imagen y madre nuestra;
viña fecunda cuyo vino debe alegrar el corazón de los hombres.
Que así sea.
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