Domingo 12º del TO A

 Domingo 12º del TO A

(Jer 20, 7-13; Rm 5, 12-15; Mt 10, 26-33)

 Queridos hermanos:

           En el corazón humano hay una tendencia irrenunciable a la bienaventuranza eterna, pero debe enfrentar un combate para alcanzarla, que el enemigo trata de vencer, obstaculizando al hombre con la persecución.

          El amor de Cristo enfrentó y venció en este combate, a costa de su vida, en favor nuestro, por lo que nuestra victoria está asegurada si nos mantenemos adheridos a él, despreciando la violencia del enemigo contra nosotros, y confiando en su auxilio, y su poder para vencer la muerte, consecuencia del pecado, a la que fuimos sometidos por el engaño del diablo en nuestra libertad.

          La liturgia de la palabra nos presenta hoy esta persecución, que hacen referencia al pecado, por el que el hombre separándose de Dios que es la vida, quedó sumergido en la muerte. El pecado, en efecto, no es una simple transgresión de preceptos que merece punición, sino una opción libre y consciente por la muerte, que tiene consecuencias en nosotros y en toda la creación. Dice san Pablo que aunque el pecado no sea imputable sin la ley, con todo, ha hecho reinar la muerte, que es su consecuencia. Efectivamente, Cristo no ha venido a cancelar unas transgresiones de la Ley simplemente, sino a destruir la muerte que reinaba en el corazón humano y en toda la creación, y dar al hombre la posibilidad de unirse de nuevo a Dios, y a su vida eterna.

          La vida cristiana nos descubre, por tanto, frente a estas realidades, su carácter de combate. Existe el enemigo, pero ahora contamos con el auxilio y victoria de Cristo, que nos sostiene con su Espíritu.

          Jeremías, figura de Cristo, es perseguido, y lo será también la Iglesia, que es su cuerpo. Hay una persecución violenta anunciada por Cristo, que acompaña a la Iglesia desde sus comienzos: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán”. Pero esta persecución se vuelve contra el diablo, porque lleva en sí misma un testimonio enorme y gran cantidad de mártires.

          Hemos escuchado a Cristo decir no temáis esto, sino otra persecución que puede haceros perder también el alma, hundiéndola en la gehenna, lugar del fuego que quema y no puede purificar la llaga incurable de la libre condenación, y no del fuego purificador que cura y alcanza la salvación.

          El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con fuego que no se apaga. No hay que temer por esta vida, sino saber odiarla por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

          El demonio ha aprendido por viejo y por diablo que hay otra persecución que le rinde más beneficios: seducir al hombre hasta corromperlo con el mundo y sus vanidades hasta apartar su corazón del amor de Dios. Esta es la tentación de Israel de “ser como los demás pueblos”, cuando el yugo de ser el pueblo de Dios se le hace pesado. Esta es también la tentación de la Iglesia a lo largo de la historia: meter la Luz debajo del celemín. Esta es también nuestra tentación frente a la apariencia de este mundo y de sus vanidades, sus luces y sus cantos de sirena travestidos de cultura, modernidad, progreso, placer y estado de bienestar.

          Esta palabra es pues, una llamada a la vigilancia y también a  confiar en Dios, y en su asistencia si permanecemos unidos a él.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario