Viernes 11º del TO

 Viernes 11º del TO

Mt 6, 19-23

 Queridos hermanos:

    Cuanto dice el Evangelio acerca de la luz, podemos referirlo a la inteligencia, a la sabiduría, o a la escala de valores que rige nuestros actos. Si lo que impulsa nuestra vida es la necedad del amor al dinero, que miserable vida nos espera. Sabemos que la luz en la Escritura se refiere al amor de Dios, y el dinero a Mammón el ídolo por antonomasia, literalmente dios de fundición; al diablo. Hemos dicho muchas veces que nuestro corazón tiende a atesorar, porque ha sido hecho para ser saciado, y nada sino Dios puede llenar el vacío de su ausencia, a consecuencia del pecado.

Por la experiencia de muerte que todos tenemos como consecuencia de la caída, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón, moviendo sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Por eso, como decía san Agustín, no hay nadie que no ame, el problema está en cuál sea el objeto de su amor. El Evangelio no dice que no hay que atesorar, sino que nuestro tesoro esté en Dios, que nuestra luz sea su amor, que nuestra riqueza sea nuestra caridad y nuestros ahorros nuestras limosnas.

La lámpara de nuestro espíritu recibe luz de nuestro corazón, que ilumina nuestros pensamientos, palabras, y sobre todo mueve nuestras acciones, en las que se concretiza el amor, como dice el refrán: Hechos son amores.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de preceptos, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la Escritura, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega, limosnas, pero prefiere atesorar riquezas.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Que así sea.

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