Sábado 8º del TO
Mc 11, 27-33
Rechazando
a Juan han frustrado el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque de hecho es
a Dios a quien han rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios,
la han perdido, y Jesús no se la reconocerá en ningún momento, y en
consecuencia no responderá a su pregunta. Como en el caso de Juan, deben
discernir a través de las palabras y de los hechos de Cristo, que lo acreditan
como enviado de Dios, y más aún, como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En
efecto, él habla y actúa con la autoridad que respalda el Espíritu Santo a
través de sus obras: “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque
las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que
realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36). “Si no hago las obras de mi Padre, no me
creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así
sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).
Si no creen en las señales que
Dios hace en Cristo, cómo van a creer en sus palabras.
Conocer la
voluntad de Dios implica discernimiento, sometimiento y obediencia a las
señales y los enviados que la anuncian. Ellos, están obligados a discernir la
autoridad de Cristo y la de Juan, por las obras, y al no hacerlo, se declaran
autosuficientes y se sitúan fuera de la voluntad de Dios. Un corazón recto que
ama al Señor discierne fácilmente su presencia. Como dice la Escritura, Dios se
manifiesta “al humilde y al afligido que se estremece ante mis palabras”,
pero “al soberbio lo mira desde lejos”. ”Dios, resiste a los soberbios, pero
da su gracia a los humildes.”
Cómo
podemos pretender que Dios nos hable si nuestro corazón está lejos de él, y
nuestros ojos y oídos están cerrados. También nosotros hemos de discernir la
voluntad de Dios a través de sus enviados, de la Iglesia y de los signos que
los acreditan, de que es Dios quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace
el bien es de Dios, y el que obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se
equivoca, mientras no se le incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este
sacramento, que nos llama a entregarnos juntamente con Cristo diciéndole ¡Amen!
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