Lunes 12º del TO
Mt 7, 1-5
La caridad corrige en nosotros nuestras miserias y disimula
las de los demás. Cuando se echa a faltar, se engrandecen las carencias ajenas
y se disminuyen las propias, con lo que nos vemos impulsados a juzgar y a
corregir en los demás, lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema principal
no son las “briznas” de las imperfecciones propias y ajenas, sino las “vigas”
de nuestra falta de caridad. Nos resulta más fácil sermonear al hermano, que
ayunar, o levantarnos en la noche a rezar por sus pecados.
Sobre
nosotros pende una acusación. Somos convictos de pecado; acusados en espera de sentencia.
En Cristo, Dios ha promulgado un indulto al que necesitamos acogernos, y en
lugar de eso, nos erigimos en jueces y nos resistimos a conceder gracia a los
demás. El Señor, a esto, lo llama hipocresía, y nos invita a elegir el camino
de la misericordia, que somos los primeros en necesitar. Si Dios ha pronunciado
una sentencia de misericordia, en el “año” de gracia del Señor, ¿quiénes nos
creemos nosotros para convocar a nadie a juicio poniéndonos por encima de Dios?
Si la Ley es el amor, tiene razón el apóstol Santiago cuando dice que quien
juzga, se pone por encima de la Ley, y por tanto no la cumple.
Si
nos llamamos cristianos, debemos comprender que es más importante tener
misericordia, que corregir las faltas ajenas y juzgar a quienes las cometen, en
lugar de estar dispuestos a llevar su carga por amor, como Cristo ha hecho con
las nuestras. Más importante que denunciar, es redimir. Esto no impide que ante
ciertos pecados graves haya que reprender a solas al hermano, por amor, tratando
de ganar al hermano, como dice el Evangelio (Mt 18, 15; Lc 7, 3). Ama y haz lo que quieras: tanto si corriges,
como si callas, lo harás por amor.
En
la Eucaristía, Cristo se nos entrega y nos invita a devolver lo que tomamos de
esta mesa: perdón y misericordia; amor.
Que así sea.
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