Segundo domingo de Adviento B

2º Dgo. De Adviento.  B (2º Adv. A)
(Is 40, 1-5.9-11; 2P 3, 8-14; Mc 1, 1-8)

Queridos hermanos:

          Ya que el hombre se ha hecho incapaz de volver a Dios por el pecado, es él quien toma la iniciativa creando puentes para encontrarse con él a través de la gracia de la conversión, dándole la posibilidad de acogerlo; de que se abran sus oídos, sus ojos y su corazón a su gracia.
El Reino de Dios se acerca para que recibamos el Espíritu Santo, creando un nuevo pueblo de judíos y gentiles, en el amor y el conocimiento de Dios derramado en nuestros corazones. Ésta es la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo.
La profecía de Isaías sitúa esta Palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar sus pecados y a bautizar en el fuego del Espíritu.
          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de aquel que ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los  evangelistas identifican a este mensajero con Juan (“ha sido dado”) el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo.
          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a caminar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel referencia insustituible. La añoranza de su primer amor, donde Israel ha visto realizarse que los caminos de Dios han sido sus caminos. Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección, su guía y su pastor. 
          El camino del Señor, queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo y aceptando la conversión. La gracia que lleva en sí esta Palabra, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para san Lucas, esta es la causa de que ni fariseos ni legistas pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos”, (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.
          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre que se ha separado de él por el pecado: Dejando Jerusalén, lugar de su presencia,  se ha encaminado a Jericó, imagen del mundo, cayendo en manos de salteadores que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar su venida.
          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro con Dios del hombre, ha de realizarse en el espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de libertad, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiendo el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”, abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones;  carencias socavadas en el espíritu del hombre que ha abandonado a su Dios.
          Sólo el Señor mediante la conversión, quiere darnos el discernimiento de la fe, capaz de acoger la salvación, que puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para desecar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.  Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

          Proclamemos juntos nuestra fe.


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