Domingo 1º de
Adviento B
(Is
63, 16-17. 64, 3-8; 1Co 1, 3-9; Mc 13, 33-37)
Queridos
hermanos:
Llega el Adviento, tiempo para excitar
nuestra vigilancia, que debería ser constante y para orientar toda nuestra vida
al Señor, que estando presente por su Espíritu, nos hace tender hacia la unión
plena y definitiva con él. ¡Maran atha!
Con esta perspectiva, el cristiano puede
tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalipsis,
es el gemido más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia:
"El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la
invitación final del Apocalipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el
que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera,
reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús![1]
El amor engendra la esperanza, que se
mantiene viva en la vigilancia, mediante la sobriedad de la ascesis del corazón
que ora sin desfallecer. Como un cuerpo sano ansía el alimento, un espíritu amante
ansía al Señor.
En este primer domingo de Adviento, la
liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza dichosa de la
venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por su
salvación realizada en favor nuestro. Así clamaba el pueblo en la primera
lectura: ¡Vuélvete Señor, por amor de tus siervos! Como dice siempre la
Escritura: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos. San Pablo en la segunda
lectura, asegura la asistencia del Señor a quienes le esperan, porque esperar
es amar: “El os mantendrá hasta el fin,
para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”.
En efecto, el velar del que habla el
Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia del
corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí”.
El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para
abrirle al instante, en cuanto llegue y llame: “Estén ceñidos vuestros lomos
y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva
de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc
12, 35s).
He aquí entonces el sorprendente
descubrimiento: ¡nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios
cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto espera
que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos nuestra
mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios
precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos alcanza
siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10).
Todo hombre está llamado a esperar,
correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él.
En el corazón del hombre (que cree) está escrita de forma imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro
Padre, es vida, y para la vida eterna y beata estamos hechos.[2]
Profesemos
juntos nuestra fe.
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