PENSANDO EL CIELO VI

PENSANDO EL CIELO

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          La fe cristiana, a propósito del inicio y del fin del mundo, no es ni cronológica ni descriptiva. El cristiano cree simplemente que existe una relación estrecha entre Dios y la creación, entre Dios y la historia de la humanidad, entre Dios y la existencia de cada uno de nosotros.

          Si alcanzásemos a gustar y comprender cómo constantemente somos cubiertos por el amor de Dios, del que ningún acontecimiento que en nuestra libertad realizamos o padecemos escapa, no sólo a su conocimiento, sino también a su protección y compasión, ciertamente seríamos inundados del gozo celestial, sin temor alguno al sufrimiento y la muerte que ahora nos circundan encerrándonos en nosotros mismos, levantando barreras a nuestro alrededor que nos separan del amor del vivir inmolados, como lo está la creación entera en favor nuestro.

          En la llamada del hombre a la existencia está ya su predestinación a la glorificación y la comunión con Dios, y por tanto su libertad, su redención y su resurrección en Cristo. La resurrección no constituye, por tanto, una fase ulterior del curso de la vida, sino más bien el cumplimiento de una llamada de Dios. El hombre alcanza así la plenitud a que está destinado por su naturaleza, creado a imagen y semejanza de Dios, con un cuerpo no sujeto ya al espacio y al tiempo, sino con una nueva condición: “gloriosa”. Entonces, conservará su identidad, será transformado recuperando su condición inmortal, animado por el Espíritu. 

          El Catecismo de la Iglesia Católica dice:

          “Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo”; pero no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él “todos resucitarán con su propio cuerpo, pero será “transfigurado en cuerpo glorioso”, en “cuerpo espiritual”.

          Comunión y amor descartan la soledad, y consolidan la experiencia eclesial de la comunidad, que no se disolverá alcanzando su plenitud, en la “Perfecta comunión de los santos”. En su significado más pleno, una comunidad así es la Iglesia, como participación en la gracia de la vida eterna.

          “La vida eterna consiste, también, en la amable compañía de todos los bienaventurados, compañía sumamente agradable, ya que cada cual verá a los demás bienaventurados participar de sus mismos bienes. Todos, en efecto, amarán a los demás como a sí mismos y, por esto, se alegrarán del bien de los demás como del suyo propio[1].

          Como decía santa Teresa: “Un alegrarse que se alegren todos”.


                                                                          www.jesusbayarri.com

[1] Conferencia sobre el Credo de Santo Tomás de Aquino, Sábado XIX Sett. Año II.

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