PENSANDO EL CIELO
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La
fe cristiana, a propósito del inicio y del fin del mundo, no es ni cronológica
ni descriptiva. El cristiano cree simplemente que existe una relación estrecha
entre Dios y la creación, entre Dios y la historia de la humanidad, entre Dios
y la existencia de cada uno de nosotros.
Si
alcanzásemos a gustar y comprender cómo constantemente somos cubiertos por el
amor de Dios, del que ningún acontecimiento que en nuestra libertad realizamos
o padecemos escapa, no sólo a su conocimiento, sino también a su protección y
compasión, ciertamente seríamos inundados del gozo celestial, sin temor alguno
al sufrimiento y la muerte que ahora nos circundan encerrándonos en nosotros
mismos, levantando barreras a nuestro alrededor que nos separan del amor del
vivir inmolados, como lo está la creación entera en favor nuestro.
En
la llamada del hombre a la existencia está ya su predestinación a la
glorificación y la comunión con Dios, y por tanto su libertad, su redención y
su resurrección en Cristo. La resurrección no constituye, por tanto, una fase
ulterior del curso de la vida, sino más bien el cumplimiento de una llamada de
Dios. El hombre alcanza así la plenitud a que está destinado por su naturaleza,
creado a imagen y semejanza de Dios, con un cuerpo no sujeto ya al espacio y al
tiempo, sino con una nueva condición: “gloriosa”. Entonces, conservará su
identidad, será transformado recuperando su condición inmortal, animado por el
Espíritu.
El Catecismo de la Iglesia Católica
dice:
“Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y
mis pies; soy yo mismo”; pero no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en
Él “todos resucitarán con su propio cuerpo, pero será “transfigurado en cuerpo
glorioso”, en “cuerpo espiritual”.
Comunión
y amor descartan la soledad, y consolidan la experiencia eclesial de la
comunidad, que no se disolverá alcanzando su plenitud, en la “Perfecta comunión
de los santos”. En su significado más pleno, una comunidad así es la Iglesia,
como participación en la gracia de la vida eterna.
“La vida eterna consiste, también, en la amable compañía de
todos los bienaventurados, compañía sumamente agradable, ya que cada cual verá
a los demás bienaventurados participar de sus mismos bienes. Todos, en efecto,
amarán a los demás como a sí mismos y, por esto, se alegrarán del bien de los
demás como del suyo propio[1].
Como decía santa Teresa: “Un alegrarse que se alegren
todos”.
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