PENSANDO EL CIELO
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La
felicidad del cielo, en cuanto plenitud de bien, podrá ser distinta de la que
hoy anhelamos, en cuanto variarán no sólo las aspiraciones y las ansias que
ahora gestan nuestras necesidades actuales, sino sobre todo, en cuanto se nos
descubrirán realidades inimaginables ahora a nuestra limitada condición. Es
doctrina eclesial que en el cielo los bienaventurados mantendrán enteramente su
propia y única individualidad, mientras los vínculos interpersonales serán
purificados, y llevados a una perfección, propia de la voluntad divina que nos
creó a su “imagen y semejanza”.
El
Papa Juan Pablo II en las Catequesis de preparación del gran jubileo de la
redención del año 2000, afirmaba:
“En
el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la
que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre
las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el
encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la
comunión del Espíritu Santo.
Es
preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas “realidades
últimas”, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje
personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de
felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.”
El
conocimiento de nuestro universo se acrecienta constantemente gracias a la
ciencia que lo escudriña cada vez más profundamente, pero lo que se nos muestra
más claramente con la grandiosidad de los descubrimientos del saber humano, es
precisamente lo inabarcable para nuestra mente que se muestra la sabiduría
divina que encierra la creación. En la medida que se acrecienta lo que
alcanzamos a conocer, crece en progresión astronómica el descubrimiento de lo
que ignoramos, como si de un pozo sin fondo se tratase; tal es el contenido que
revela cada nuevo descubrimiento.
Quizá
más que de la transformación, del universo, que ciertamente esperamos,
podríamos hablar paralelamente, de un desvelarse de nuestras capacidades, (hoy
tan limitadas para conocer), una vez glorificadas, la profundidad infinita e
inalcanzable de la sabiduría divina encerrada en la creación, mostrándose ante
nosotros ciertamente como “un cielo nuevo y una tierra nueva”, a la luz de la
encarnación y la resurrección de Cristo.
La
encarnación y la resurrección de Cristo, es pues, un evento cósmico que provee
del impulso necesario a la aventura del universo, para el cumplimiento del
proyecto amoroso de Dios a que ha sido destinado el hombre, a través del drama
histórico de la libertad, en orden al Amor. La pregunta relativa al cómo y al
cuándo se realizará esta transformación de la humanidad y del universo mismo,
es una de esas preguntas inadecuadas a las que Cristo en el Evangelio se niega
a responder, manteniendo al hombre en la vigilancia esperanzada de la promesa
divina, que no defrauda nunca a quien confía en él.
Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi
Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el
nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada
por mi Dios, y mi nombre nuevo (Ap 3, 12).
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