San Isidoro
1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16
Queridos hermanos:
Celebramos hoy la fiesta de san Isidoro, obispo de Sevilla y doctor de la iglesia, que vivió en la época visigoda y destacó por sus escritos, de gran importancia para el conocimiento de la cultura antigua, recopilada por él.
El
Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el
hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe. Cristo
denomina “sal” y “luz” al discípulo, para mostrar el cometido para el que es
asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre.
Como
la sal, el discípulo está llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad,
de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en
cualquier pacto humano. El culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con
la sal, de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios
gratuitamente a su presencia: La entrega transformadora de la sal, por la que
el discípulo se ha de ejercitar en el amor recibido gratuitamente, precede en
el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. La
necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio
que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han
de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda
alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de
paz.
El
Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las
tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla
encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en
su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba
la vida que a él le ha resucitado, y por el conocimiento del temor de Dios,
pueda ser librado de los lazos de la muerte.
Esta
es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto
abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor que brilla en el
rostro de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.
Pretender
armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación
ontológica semejante y una consagración existencial de estas características,
con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la
tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse siempre,
y de la que san Pablo previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no
os acomodéis al mundo presente.”
El
discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un
mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente
bondad y atrayente modernidad, travestida de progresismo humano, cultural y
científico. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la
mentira” disfrazado de angélica luminosidad.
Cuando
contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes,
desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son
muchas las causas de la actuación del
“misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de
nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a los
que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido
constituidos luz y sal para el mundo.
Son
las puertas del infierno las que “no prevalecerán,” ante la Iglesia que las
combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no
ante una Iglesia agazapada, que trate de resistir el furibundo embate de un
infierno, que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Que así sea.
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