Sábado 2º de Pascua
(Hch 6, 1-7; Jn 6, 16-21)
Queridos hermanos:
En este tiempo de pascua la liturgia nos recuerda los signos que Cristo ha dado a los discípulos de que él es el Señor: “Yo soy”.
Esta experiencia de ver a Cristo caminar
sobre las aguas, de su poder sobre la muerte, es fundamental para la fe. Frente
a los acontecimientos contrarios: No temáis, Yo Soy.
Los discípulos deben aprender que
cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios,
para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del
mal y aniquilar la muerte, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo su
poder.
En su señorío sobre la tormenta y el
mar de la muerte o en medio de una brisa suave, la vida nos viene del auxilio de
Dios, el Yo, ante el que el universo se inclina y ante quien debe doblarse toda
rodilla en el cielo y en la tierra. Es el Señor en su amorosa gratuidad quien
nos empuja a estas situaciones que nosotros jamás hubiéramos proyectado vivir.
Cristo mismo, debe someterse al momentáneo abandono del Padre, para inclinar
ante él su cabeza en la cruz y entregarle su espíritu.
El Señor, no solamente provee en medio
de las olas, el viento y la tormenta, sino que es él quien permite toda
persecución para fortalecer y purificar a sus discípulos. Fue el Señor quien
endureció el corazón del Faraón para manifestar su gloria en Egipto; fue el
Señor quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”. ¡Ánimo, que soy yo,
no temáis!
Buscar al Señor en medio de la noche y
de las adversidades de la vida y avivar la consciencia de su presencia, es una
experiencia necesaria para el discípulo fiel.
Con esta fe, los discípulos invocarán
al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de la persecución y de todos
los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor!
Contra nuestro deseo hemos sido
enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo,
como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo (11, 6-7). Es
necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de
Cristo, confiando en su ayuda.
Después de esta experiencia, los
discípulos ya no se preguntarán: ¿Quién es este? (Mt 8, 27), ni se atemorizarán
ante la presencia de Cristo. Se postrarán ante él (Mt 14, 33).
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