Domingo 4º de Pascua B
(Hch 4, 8-12; 1Jn 3, 1-2; Jn 10, 11-18)
Queridos hermanos:
Lo que llamamos “signos de la fe”: el
amor y la unidad, se entrelazan en esta palabra, a través de esta imagen recurrente
en la Escritura del pastor y del rebaño, en la que Cristo ha querido mostrarnos
la relación amorosa de Dios con nosotros. El amor solícito del “conocer”
bíblico, por el que ama a sus ovejas y las apacienta, hasta la total entrega de
la vida de su Hijo, en quien se complace, porque visibiliza su amor de Padre: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas, dice
el Señor (cf. Ez 34, 11-15ss).
Este es el amor que lleva a Cristo a
reunir a las ovejas dispersas en un solo rebaño, en su Reino, porque Dios, en
Cristo, ha querido apacentar él mismo a sus ovejas y suscitar pastores según su
corazón como había anunciado Ezequiel. Esta es la bondad del Buen Pastor: amor
que funda la unidad, y que brota del amor del Padre que lo envía a dar su vida
por nosotros, acogiendo a todos los hombres en un solo rebaño. Esta voluntad
universal de salvación es manifestada ya a Abrahán, y de ella participan
cuantos han sido alcanzados por su Espíritu: Un solo rebaño, un solo pastor, un
solo corazón y una sola alma.
Todo este discurso del pastor gira en
torno al amor con el que el Padre ama a su Hijo, y con el que Cristo, en
identificación perfecta con su voluntad, le obedece, visibilizándolo en su
cuerpo que se entrega. Amor que se manifiesta después en la comunión de las
ovejas entre sí, como testimonio ante el mundo. Amor que se va fortaleciendo
con la escucha de su voz, y hace que nuestra entrega se vaya asemejando a la de
Cristo.
Mientras
en el mundo privan las relaciones de interés, en el Evangelio, se nos presentan
las del amor gratuito de Dios con su pueblo, que le lleva, en Cristo, “hasta el
extremo” de dar la vida, no buscando su propio interés, sino el de
las ovejas. La ausencia de este amor crucificado, es lo que desenmascara al mal
pastor que el Evangelio identifica con el asalariado, quien con su trabajo interesado,
intentará siempre evitar la cruz, buscándose a sí mismo a expensas del rebaño.
Apacentar es proveer a las necesidades
del rebaño; es amar, y nadie tiene amor más grande que el que da su vida por
aquellos a quienes ama y adopta como hijos. Apacentar es también proteger a las
ovejas, vigilando en medio de la oscuridad de la noche, cuando acecha el lobo,
y en medio de la confusión del día, frente a los falsos pastores que se apacientan
a sí mismos, sólo buscan su propio interés, y abandonan a las ovejas cuando son
atacadas.
Cuando Cristo nos da el agua viva, hace
brotar en nosotros la fuente; cuando nos ilumina, nos hace luz del mundo;
cuando nos alimenta nos hace pan, y cuando nos apacienta, nos hace pastores de
las naciones, llamados a reunir a sus ovejas. Cuando Cristo nos revela a su
propio Padre, nos hace sus hijos y hermanos suyos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.” Esos
son los frutos de su vida, de su Espíritu, y de su amor en nosotros.
La vida cristiana, comunión de amor
fundada en la relación de amor entre el Padre y el Hijo, requiere de la
vigilante escucha de la palabra del Pastor, frente al acecho del depredador, y
es urgida por el amor, a perseverar en el redil de la unidad: Un solo rebaño y un solo pastor.
Si somos buenas ovejas, seremos también
buenos pastores; como dice san Agustín, todos tenemos un rebaño que apacentar,
aunque esté formado por una sola oveja.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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