Domingo 3º de Pascua B
(Hch 3, 13-19;
1Jn 2, 1-5a; Lc 24, 35-48)
Queridos hermanos:
Volvemos
al Evangelio proclamado el jueves de la octava. Después de las vivencias de la Pascua, no hay otro tema que merezca
tanto nuestra atención, como el poner en común las experiencias de su paso
entre nosotros, ni otra actividad que pueda compararse a la de estar juntos y
saborear los efectos de su presencia. Además, la experiencia de la Iglesia en
este hacer presente las vivencias de su paso, están registradas en las
Escrituras como acabamos de escuchar: “Estaban hablando de estas cosas,
cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»”
Cristo
ha muerto y ha resucitado para que nuestros pecados sean borrados, y la misión
de la Iglesia es llevar este acontecimiento a todos los hombres mediante el
testimonio de los discípulos. La resurrección de Cristo, es buena noticia de
salvación que es manifestada a los testigos elegidos por Dios, como vemos en el
Evangelio, y realizada mediante la fe. La primera lectura presenta a Pedro
dando testimonio de la resurrección y amaestrando a la gente con la sabiduría,
la ciencia y la inteligencia sobre los acontecimientos, obra del Espíritu Santo
que le ha sido dado.
Cristo
resucitado es una novedad absoluta de la que los apóstoles necesitan tener
experiencia para poder ser constituidos sus testigos. Anunciada por las
Escrituras y por Cristo mismo, no puede ser comprendida por los discípulos, que
poseen una memoria abstracta de las Escrituras desligada del presente y privada
de la capacidad de actualizarse, iluminando e integrando los acontecimientos en
la historia, como dice Etienne Nodet (Origen hebreo del Cristianismo), y sólo el Espíritu Santo podrá realizar tal
conexión en quienes crean en Cristo. A eso se refiere el Evangelio cuando dice que
Cristo abrió sus inteligencias. Todas las Escrituras giran en torno al
acontecimiento pascual de Cristo, como el gozne de toda la historia pasada,
presente, y futura, y del que brota la salvación del mundo: El anunciado, el
prometido, el deseado: “El Cristo, tendrá
que padecer, morir, ser sepultado y resucitar al tercer día.” Encontrarse
frente a este acontecimiento como les sucede a los apóstoles, es algo demasiado
grande para ser asimilado sin la ayuda del Espíritu Santo.
La
resurrección no destruye la encarnación, lo cual convertiría a Cristo en un
mito disolviendo así el misterio de la cruz y por tanto el de la Redención. Al
contrario, la completa, con el testimonio de la glorificación de la naturaleza
redimida y con la glorificación de Dios en la plenitud de su obra. Frente al
abandono de sí, a Dios, que supone la fe, la incredulidad de la razón ebria de
sí, prefiere inmolarse a sus propios monstruos o a la irracionalidad de la
magia de los demonios, que trata vanamente de eludir el escándalo de la cruz: “Sobresaltados
y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis?
¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?
Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.»” Para los incrédulos, cuanto trasciende el
mundo natural que alcanzan la mente y los sentidos, es algo irreal y
fantasmagórico. Por eso, podemos decir que Cristo quiere llevar a sus
discípulos a la experiencia de lo sobrenatural, a través del encuentro con la
resurrección, constituyéndolos en testigos.
En
cambio, el gozo que supone el encuentro con Cristo resucitado, es de unos
efectos sobrenaturales tales, que las potencias del alma se reconocen ajenas a
lo que experimentan, y suspenden su capacidad de afirmar la veracidad de lo que
perciben: “no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban
asombrados”. Quién no ha dicho alguna vez ante una buena noticia: ¡No me lo
puedo creer! Siendo la alegría un
fruto del Espíritu, no pueden achacarse sus dudas a una falta de fe. De
ahí, que las experiencias de los sentidos queden relegadas a un segundo plano,
e incluso sean totalmente insignificantes, en relación a las experiencias
sobrenaturales de la fe: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que
no han visto y han creído» (Jn 20, 29).
La resurrección de Cristo viene a
sacarnos del tedio, de la impotencia y de la frustración en que nos sumergen:
la desesperanza ante la muerte cotidiana y la tristeza del sinsentido de la
vida. Ante el encuentro con Cristo resucitado, lo natural se transforma en
transitorio y caduco, y somos orientados hacia un destino luminoso de plenitud.
Cristo resucitado hace alcanzables las ansias más recónditas del corazón, que
ha sido hecho para ser saciado solamente con la insondable riqueza de Dios.
La conversión, se hace ineludible e
inaplazable; imperativo consecuente con la racionalidad iluminada por la
trascendencia de la fe, a la que nos abre la resurrección de Cristo. Que
este sacramento de nuestra fe, nos conduzca al encuentro con Cristo resucitado,
en quién también nuestra cruz es luminosa y da gloria a Dios.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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