Martes 2º de Pascua
(Hch 4, 32-37; Jn 3, 7b-15)
Queridos hermanos:
El Hijo del hombre tiene que ser
levantado como la serpiente de bronce en el desierto, para suscitar la fe del
pueblo y que el pecado sea perdonado. Es la fe en Cristo la que obra el nuevo
nacimiento del Espíritu, libre ya el hombre del pecado por el que Adán sometió
la antigua creación. El pecado, más que producir el rechazo de Dios, activó su
misericordia, porque “la Caridad todo lo excusa”, y sin detenerse en la ofensa,
por la justicia, se duele de la muerte del pecador, por amor, y envía a su Hijo
para salvarlo. Pero el pecado no sólo es transgresión de la voluntad divina,
sino frustración, caducidad, corrupción de la creación entera, y en consecuencia,
el perdón del pecado supone una nueva creación: cielos nuevos y tierra nueva,
nacimiento nuevo, hombre nuevo, vida nueva.
El pecado debe ser pagado por Cristo, y
eso supone asumir la muerte consecuencia del pecado para destruirla con su
justicia y su libre voluntad de entregarse. Cristo ha sido “predestinado”; lo
dice él mismo: “Ahora mi
alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si
he llegado a esta hora para esto! (cf. Jn 12, 27).
Sólo hay una respuesta a esta “predestinación”
de Jesús de Nazaret, el Cristo, y a su aceptación libre. Que: “Tanto amó Dios al
mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea tenga en él
vida eterna”. Sólo el Hijo de Dios, sólo Dios, autor de la creación, podía
crear una nueva: “Cielos nuevos y tierra
nueva” en los que habite la justicia, cuando el pecado haya sido perdonado.
El Evangelio consiste en que Cristo ha realizado con su entrega, esta obra del
amor del Padre, y, que esta nueva creación puede realizarse en nosotros por la
fe en él, siendo así incorporados al Reino de Dios.
El testimonio de Cristo es precisamente
revelar el amor del Padre, que lo ha enviado desde el cielo para darlo a
conocer. Este testimonio se da desde la cruz, púlpito místico y existencial
desde el que Cristo ha proclamado el amor del Padre. El testimonio de Cristo se
hace visible en la vida de sus discípulos, que muestran el Espíritu de amor que
han recibido desde el cielo, amándose, y anuncian así, la victoria de Cristo
sobre la muerte.
Por la fe, y mediante el agua del
bautismo, será el Espíritu, quien moverá la vida del discípulo, impulsándolo,
como al viento, ante la mirada atónita del mundo, incapaz de discernir de dónde
viene ni a dónde va, tal como ocurre con Cristo: “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿De dónde le
viene todo eso? ¿No es este el hijo del carpintero?”
Hay una vida nueva y eterna que se
recibe por la fe en “el Hijo del hombre”, que al igual que la serpiente de
bronce del desierto, ha sido levantado en el mástil de la cruz, para que
cuantos hemos sido mordidos por el diablo, podamos ser salvados. Este es el
amor que reina en el cielo y que Cristo viene a manifestar a los hombres: El
Padre os ama hasta entregar a su propio Hijo, y este amor del Padre está en el
Hijo, que se entrega libremente a la voluntad amorosa del Padre.
Que así sea.
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