Miércoles 5º de Pascua
(Hch 15, 1-6; Jn 15, 1-8)
Queridos hermanos:
Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en su discípulo, es la que glorifica al dueño de la viña, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el mismo celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.” Y la primera forma de cumplir este precepto es, no aplicárselo al hermano.
La comparación de la vid que nos presenta la palabra de hoy, es fácil de entender a primera vista, pero presenta además algunas cuestiones sobre las que debemos reflexionar. Dios tiene una vid con sus sarmientos, que deben dar fruto, ya que no se trata de una planta ornamental, como ocurre también con la higuera, en el Evangelio. Como buen viñador, el Padre quiere que su vid produzca mucho fruto y por eso, el Padre cultiva su vid, arrancando los sarmientos que no dan fruto, sino solo hojas, y desperdician la savia en balde, en perjuicio del fruto. Cuando los sarmientos producen poco fruto, tienen, igualmente, exceso de hojas que es necesario podar, para aprovechar toda la savia en beneficio del fruto. Es, evidente, por tanto, que la vid está en función del fruto, y que este solo es posible cuando los sarmientos permanecen unidos a la vid. Pero, ¿de qué fruto estamos hablando?, ¿quién es el destinatario de este fruto, a quien se ordena tanta dedicación, tanto amor?
Lo mismo que Cristo nos ha hablado del
pan de su cuerpo que sacia, para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos
habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del
amor divino, como abundante fruto en su sangre. Es el Padre quien lo ha
engendrado en los discípulos amándolos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No
son, por tanto, nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino su don gratuito para
nuestra salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar como
fruto de su amor. La Gloria del Padre es
su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos comunica a nosotros para que seamos
uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo
hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es tal, que a unos
miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder
amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su
Espíritu Santo. Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por
sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre!”
Cumplir este precepto es, preocuparnos
de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor
nos justifica, y quien ama, justifica a la persona amada. El que se “ama” a sí
mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien
ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.
Hoy la palabra nos habla del gran amor
de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con
la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios
quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.”
El Verbo ha sido enviado por el Padre,
hecho hombre como nosotros, para traernos el vino nuevo del amor de Dios a
nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así introducirnos en la
fiesta de las bodas con el Señor.
Por la pasión y muerte de Cristo, Dios
perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio nos llama a ser injertados en
él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en
él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida
del mundo.
La obra de Dios en Cristo, nos ha
rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se
nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su
gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los
hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros, glorificarán al
Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo.
Bendigamos al Señor que se nos da en
la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le
conocen.
Que así sea.
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