Lunes 3ª de Pascua
(Hch 6, 8-15; Jn 6, 22-29)
Queridos hermanos:
La conclusión del pasaje nos muestra
el sentido de la palabra: «La obra de
Dios es que creáis en quien él ha enviado.» Para realizar esta obra, Cristo lleva
a cabo unas “señales” que manifiestan que Dios está en él, pero estas señales
no quitan al hombre su libertad, y pueden ser rechazadas al igual que su
palabra o instrumentalizadas, sin que se dé la conversión ni la fe.
Cristo
habla de un pan imperecedero que da vida eterna. Él tiene un alimento que consiste
en hacer la voluntad del que le ha
enviado. Esa voluntad pasa por nuestra salvación a través de la cruz.
Comer
de ese pan que es Cristo mismo, nos une a su cruz y a su resurrección de vida
eterna. Por la fe en Cristo y mediante la Eucaristía realizamos
sacramentalmente nuestra unión con Cristo a la voluntad del Padre, que hace de
nuestra vida una entrega juntamente con Cristo, al amor misericordioso de Dios
en el que caben todos los hombres.
Por esta fe, podemos entrar en
comunión con Cristo el pan que no perece; el alimento que sacia para la vida
eterna y que nos transforma en don para el mundo.
Una vez más en estos encuentros
pascuales, la palabra hace alusión a la Eucaristía a través de figuras como el
maná, alimento mesiánico, el pan del cielo, el pan de Dios, o el pan de vida
eterna, que viene a colmar el ansia insaciable del corazón humano. Por eso
Israel responde a Cristo: “Señor, danos siempre de ese pan”, y los
gentiles en la samaritana: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más
sed.» Los
gentiles, en efecto, deben primero ser bañados en el agua que salta hasta la
vida eterna por el bautismo, para pasar después al banquete de la vida.
Hemos escuchado también a Jesús decir:
“Yo soy”, nombre de Dios revelado a Moisés, que Cristo se aplica a sí
mismo siete veces en el evangelio de Juan; siete definiciones con las que se
revela a sí mismo iluminándonos, como las siete lámparas del candelabro: Yo
soy el pan de la vida; la luz verdadera; la puerta; el camino, la verdad y la
vida; el buen pastor; la resurrección; la vid verdadera.
Aplicándose a sí mismo el discurso de la Sabiduría, Cristo, viene a confirmar la tendencia de la Revelación a personalizarla. Precisamente porque la plenitud de la Sabiduría es Cristo, aquellos que la gustan siguen teniendo hambre y sed de Cristo; tienden a él hasta encontrarlo (Eclo 24, 21). El encuentro con la Sabiduría les hace pobres de espíritu y necesitados de salvación. Jesús dirá. “Ay de vosotros los hartos,” y “dichosos los que tenéis hambre ahora”, porque: “El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed." Será saciado.
A este banquete mesiánico somos hoy
invitados por Cristo para que recibamos vida.
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