Miércoles 2º de Pascua
(Hch 5, 17-26;
Jn 3, 16-21)
Queridos hermanos:
Hoy
contemplamos el amor de Dios que ha salvado al mundo, del pecado, y de la
muerte consecuencia del pecado, a través de su Hijo, entregado por nuestros
pecados y resucitado para nuestra justificación.
La
salvación alcanza a quien acoge a Cristo por la fe, recibiendo vida eterna. Quien
se resiste a creer, rechaza la gracia de perdón y de misericordia que se nos
ofrece en Cristo, y permanece en la condenación: “la ira del Señor permanece sobre él”.
Así
como en el pecado de Adán nosotros no tuvimos arte, ni parte, en la salvación
de Cristo, es imprescindible nuestra respuesta, sea acogiendo la gracia del
perdón, o rechazándola. Los justos anteriores a Cristo, tuvieron que esperar a
su descenso a los infiernos para después de su resurrección, acoger su salvación,
nosotros hemos podido acogerla por la predicación del Evangelio, y a aquellos que no han sido alcanzados por el Evangelio durante su vida, se les ofrecerá la salvación en el momento de su muerte, para incorporarse a la Iglesia, porque
“fuera de la Iglesia no hay salvación”, es decir, fuera del Cuerpo de Cristo: “El que está en Cristo es una nueva
creación; pasó lo viejo (del pecado),
todo es nuevo, y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo en Cristo.”
Creer,
es por tanto, acoger esta benignidad divina mediante el obsequio de la mente y
la voluntad a quien se nos revela como amor incondicionado y misericordioso.
Esta acogida se concretiza en el cumplimiento de sus mandamientos, guardando su
palabra. La obediencia brota del agradecimiento al amor gratuito recibido y no
de constricción alguna. Los preceptos divinos son amor, que contribuye al bien
de quien los guarda; Dios no necesita de nuestra gratitud ni de nuestra
obediencia, somos nosotros, quienes nos beneficiamos con ellas, siendo atraídos
al Bien supremo; sus caminos nos conducen y nos mantienen unidos a él, nuestro
último fin y nuestra bienaventuranza.
El
que cree, renuncia a apoyarse en la exclusividad de su propia mente y de su
voluntad, que lo han sumergido en la condenación de la muerte, seducido por la
malignidad del pecado, y abraza agradecido la sumisión a la misericordia divina
que le ha sido manifestada.
Rescatado
el corazón humano de las tinieblas del mal, ahora, por la iluminación del amor
de Dios, puede vivir la novedad de una existencia libre como don gratuito. La
resistencia en aceptar esta gracia, se vence por el testimonio del amor gratuito,
por el anuncio del perdón y la promesa de vida eterna.
El
odio que se cierra a esta bondad, aunque difícilmente comprensible, es posible en
quien “se obstina en el mal camino y no
rechaza la maldad”. Se hace por tanto necesario el Anuncio, y el testimonio
del amor misericordioso de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que
se convierta y viva.
La
primera lectura es muy importante, para mostrarnos que no son los hombres
quienes determinan el tiempo y el momento que Dios ha establecido para que
testifiquemos nuestra fe, y como Cristo, también Pedro y los apóstoles serán
liberados muchas veces de sus perseguidores, hasta que llegue su “hora” de
llevar a plenitud su testimonio, y de dar su vida glorificando a Dios, si esa
es su voluntad.
La
Eucaristía viene a afianzarnos en la comunión con este amor y a disponernos al
testimonio de la vida nueva en la libertad de la gracia.
Que así sea.
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